En estos días de pasión y muerte me vienen a la mente casi todos los instantes de los dos últimos años de vida de mi padre, sentado horas y horas mirando una pared, o con la mirada perdida, y en silencio. A veces sonreía, otras se le humedecían los ojos, o mascullaba, en un duermevela de presagio, unas palabras mientras ladeaba la cabeza. Algunas veces yo le preguntaba si no se aburría así todo el día, por qué no veía la televisión, o leía la prensa. Entonces me miraba con una mueca burlona de quien ha vivido más de lo que hubiera querido y me contestaba: Yo no me aburro, estoy en mis cosas.

Muchas veces le he dado vueltas a qué serían sus cosas y he llegado a la conclusión de que no eran ni más ni menos que sus vivencias. Este anciano que era el hombre que yo he guardado en mi mente como cuando sus fuertes manos me abrazaban me estaba dando las claves de cómo llegar al final de la vida con dignidad. Porque lo que mi padre contemplaba frente al vacío de la vacía pared no era otra cosa que su vida, quizás la vida; por su mente cada vez más deteriorada iban pasando los recuerdos de lo vivido y eran esos recuerdos los que le mantenían aferrado a la tierra. Y es que, quizás, vivir no sea tan difícil, pese a que la tradición cristiana, ahora en plena Semana Santa, nos lo ponga no demasiado fácil con ese irnos impregnando del sentimiento de culpa y de deuda eterna que hace que cada paso que damos esté condicionado pon un sinfín de reflexiones para no ir a ninguna parte. Porque vivir no es un camino hacia ningún sitio, es un camino hacia ti mismo, hacia la búsqueda de reconocerte en cada acto. Morimos solo, pero también vivimos solos, como escribe Daniel Múgica, porque nadie puede sobrepasar su otroriedad para hacerse uno con nosotros y por eso es vital la pasión de vivir, que no es otra cosa que la irrenunciable búsqueda de reconocernos en cada uno de nuestros actos y ser capaces de vivir el tiempo cronológico a la par que nuestro tiempo vivido. En otras palabras, ser dueños de nuestro caminar y de nuestro tiempo, siempre finito, aun a sabiendas de que no será fácil ni, probablemente, indoloro. "El hombre se juega la vida a trozos: cuando ejecuta una acción, cuando dedica su tiempo a algo (?) Pero (?) la vida es sistemática (?), de suerte que cuando nos jugamos un fragmento de la vida, en cierta medida nos la estamos jugando entera", escribe con tino el filósofo Julián Marías. Así que, pues tenemos la vida puesta al tablero, bueno será que no la dilapidemos en lo que pudo ser y no ha sido, ni en lo que vendrá y aún no ha llegado (esto nos convertiría en el quevediano "soy un fue, y un será, y un es cansado") y nos adentremos en la aventura de vivir cada instante reconociéndonos para que los demás nos reconozcan y porque ante tanta exaltación de la muerte y el sufrimiento, del padecer para ganarse la vida eterna, del pago continuado del pecado de otros, conviene no olvidar que en la esencia del ser humano está la búsqueda de la felicidad y esta no es tanto un futurible sujeto, como tal, a demasiados condicionantes que escapan de nuestras manos, como un atreverse a vivir en el presente y, sobre todo, un atreverse a desear lo que se desea, para que, en definitiva, cuando ante nuestra vista solo quede una pared blanca por todo horizonte, podamos, como mi padre, mirar nuestra vida al menos con una mueca burlona y, desde luego, lejos de estos versos de Borges: "He cometido el peor de los pecados/ que un hombre puede cometer./No he sido feliz."