El culto a los lugares forma parte de la cultura humana, y los lugares, de su cultura material. Las creencias no son asunto menor, pero las creencias pasan, o desinflan, o se desecan, y los lugares quedan. Ni que decir tiene que cuando hablamos del culto a los lugares hablamos de religión, aunque en sentido tan amplio que ya ni siquiera tiene que ver con los dioses. Esto no impide que a veces los lugares hayan sido sacralizados por una precisa religión, pero una vez que están ahí como lugar de culto ya no importa mucho su origen, pues han adquirido un poder simbólico propio. Da igual que se trate de un menhir, una montaña, un dolmen, una manación, una pirámide o una catedral. Los que lloran la pérdida de un lugar (pongamos por ejemplo Notre Dame) lo hacen con su corazón religioso o cultural, pero por falta de verdadera fe en las cosas no saben que los lugares no se van nunca de su sitio.