Iba de camino a una céntrica sastrería. Tenía que recoger unos versos que había allí dejado para que le cogieran el dobladillo. Pasé por la arteria principal de la ciudad, cual glóbulo rojo. Continué mis pasos con más alegría que fatiga e incluso con un inopinado brío cuando me percaté de que dos próceres tomaban Central en el café. Me dio un poco de corte saludarlos e interrumpir su animada conversación, aunque me hubiera gustado decirle a uno de ellos que la capa negra elegante y bien bordada que llevaba, a juego con el sombrero, era casi idéntica a una que tengo yo y con la que me atavío en esos invernales días de gloria en los que el espíritu y el alma verdadera se desparraman un mediodía alrededor de una mesa con los amigos de siempre.

Mi ciudad está invadida por los patinetes, los coches, las maletas con ruedas, las bicis. Lo cual me hace blasfemar de vez en cuando. Son blasfemias tradicionales, poco elaboradas, espontáneas. Blasfemias de peatón. Algo caídas en desuso. Falta de entrenamiento sin duda. Me da a mí que se blasfema más cuando se es más joven. O cuando hay patines. Cuando eres joven tienes menos temor de ofender a Dios. Cuando eres mayor entiendes que o bien Dios no existe o bien nuestras blasfemias de seres infectos e insignificantes ni siquiera llegarán a sus oídos. Tampoco es que yo sea muy mayor. Aún puedo esquivar patinetes, aunque más me valdría tener el talento de esquivar pelmas. Todo el mundo tiene un cupo de pelmas. Todo el mundo es pelma para alguien. Unos más que otros. No sé si el verdadero pelma nace o se hace. Urge una teoría del pelma.

Los versos habían quedado de maravilla e incluso el sastre había tenido la feliz iniciativa de mejorar una rima que hacía un ruido raro y hasta echaba un poco de humo. «No sé quién le ha hecho esta rima, hombre de Dios, pero vaya, ya se podían haber esmerado un poquito», me dijo el sastre, que era un hombre de unos cien años con barba negrísima, camiseta de Superman, botas de media caña y monóculo. Como era licenciado en matemáticas ponía en sus tarjetas que era especialista en poesía medieval, lo cual le granjeaba numerosos clientes para su sastrería y, sobre todo, para su tienda de perfumes asiáticos, en cuya trastienda se celebraban los 29 de febrero una interesante tertulia con el título «La poesía es un arma cargada de su curro».

Continué mi paseo cargado de versos arreglados, busqué una flor para mi ojal pero tuve que conformarme con un donut. Silbé como silban los hombres que a veces han sentido que lo perdían todo y de aquel silbar que contaminó a algunos viandantes, salió también una ligera inspiración que yo tenía muy adentro y que, subiendo, subiendo, entró por una ventana en forma de bocanada. Nunca más supe de ella. Espero que alguien la aprovechara. Sentí deseos de colocarme la capa al llegar a casa. No había patinetes en el pasillo. Desempaqueté los versos y me los puse. Volví a silbar.