Ahora que se cumple el centenario del I.E.S. Claudio Moyano he vuelto a pisar las aulas de ese majestuoso edificio que se yergue al este de la ciudad, justo en la salida a Valladolid. Aquella mañana del mes de enero el cielo amenazaba lluvia. El recreo había finalizado y los alumnos se disponían a continuar las clases.

Acompañado de un conserje caminé un rato por los desiertos pasillos entre fascinado y curioso. Absorto. Ensimismado. Era como volver a la casa en la que uno pasó la infancia mucho tiempo después de haberla abandonado y ahora la fuera recorriendo por encontrar contornos y formas olvidados. Abriendo y cerrando puertas. Atisbando momentos y sensaciones.

La primera piedra del edificio se puso en 1902 y en enero de 1919 se abrieron sus puertas al curso académico por primera vez. Tiene planta rectangular y dimensiones palaciegas. Su interior es armónico. Austero. Sin preciosismos ni alharacas, pero con el hechizo que, de común, se desprende de los desvanes oscuros o los arcones cerrados. Y es que, posee un como no sé qué mágico, una especie de magnetismo que por más que huyas te atrapa.

A lo largo de su existencia la construcción ha sufrido múltiples reformas. Unas como consecuencia de las necesidades educativas, otras por fuerza mayor pero todas han ido modificando su estructura primera hasta convertirla en la edificación actual. De hecho la última, en 1.989, supuso una profunda transformación del interior. No había tenido ocasión de conocerla, sin embargo, descubrí con asombro que ninguno de los cambios me resultaba ajeno. Era como si siempre hubiesen estado ahí.

Sí, porque a medida que avanzaba iba reconociendo los ventanales por cambiados que estuvieran, los galerías que nunca vi, cada uno de los huecos, los espacios. Sentí una sensación extraña. Y es que, al igual que no existe una línea divisoria que separe de manera inequívoca la noche del día o la vigilia del sueño, la genialidad, incluso, de la locura, así entonces entre la realidad que se me ofrecía a cada paso que daba y el mundo de los recuerdos.

Me detuve en el patio central. Amplio. Luminoso. El mismo que conocieran Claudio Rodríguez o Agustín García Calvo. En las aulas de la planta baja los docentes a duras penas conseguían implicar a los jóvenes en el proceso del aprendizaje. Un tanto más en calma, en las de las plantas superiores, cada profesor trataba de ganarse la atención de los alumnos como buenamente podía. Mientras, un pequeño grupo de chicos y chicas esperaba en el paraninfo y cuchicheaba nervioso; probablemente esperaban un examen.

Sólo una de las aulas estaba en silencio, una con arcadas de ladrillo rojo. La puerta estaba entreabierta. Me acerqué y pude ver cómo desde el fondo de la sala un hombre joven de estatura media, delgado y tez clara, hablaba con voz firme. Tenía el pelo alborotado y vestía jeans y suéter oscuro. La atención era máxima. Existía una cierta complicidad, sin duda, entre él y sus alumnos. La clase era de Literatura y ante la fascinante exposición nadie se atrevía a mover. Ni a pestañear siquiera...

Han pasado muchos años desde que yo cursara C.O.U. nocturno en el I.E.S. Claudio Moyano de Zamora pero recuerdo como si fueran ayer las clases de Lorenzo Pedrero, de Miguel Ángel Mateos, de Juan Iglesias, de doña Rosalía, de doña Teresa.

Era mediodía y las nubes llegaban del océano cargadas de agua. De vuelta a casa, llovía con fuerza sobre "El Claudio".