En 1983, predicando los Ejercicios Espirituales a san Juan Pablo II y al resto de los miembros de la curia vaticana, el entonces cardenal Ratzinger habló en una de las meditaciones del evangelio de hoy: la parábola del hijo pródigo. Y se refería al hijo mayor, que "en un cierto sentido, representa al hombre devoto, es decir, a todos los que se han quedado con el Padre sin desobedecer nunca sus mandamientos. En el momento en que el pecador regresa, se despierta la envidia, este veneno escondido hasta entonces en el fondo de su alma. ¿Por qué esta envidia? Demuestra que muchos de los 'devotos' tienen también ellos escondido en su corazón el deseo de un país lejano y sus alicientes. La envida revela que estas personas no han comprendido realmente la belleza de la patria, la felicidad del 'todo lo mío es tuyo', la libertad de ser hijos y propietarios. Y así aparece que también ellos desean secretamente la felicidad del país lejano...". Tenemos que preguntarnos con sinceridad si nuestro corazón alberga esta envidia de los devotos. Confesemos que cuando nos encontramos con un testimonio de conversión se suscita en nosotros esta envidia. Quizás no tanto esa de la que habla el futuro papa Benedicto XVI, o quizás sí, porque no acabamos de dejar de vivir en la ley y pensamos que vivir sin pecar, en el fondo, es una vida un tanto aburrida. Pero pienso sobre todo en esa envidia que nos corroe y nos hace pensar: "¿y por qué no a mí?", "¿por qué yo no he tenido una experiencia tan fuerte de Dios?", "¿por qué mi vida espiritual es tan mediocre?". Y miramos con los conversos con esa envidia de los devotos „nosotros„ y hasta nos fastidia su testimonio, porque lo consideramos demasiado exagerado o radical. Al fin y al cabo, qué nos van a decir a nosotros ellos, los conversos, que acaban de volver a la casa del Padre, mientras nosotros llevamos aquí toda la vida, obedeciendo sus mandatos, y sabemos perfectamente cómo hay que hacer las cosas? La envidia de los devotos: un concepto interesante, que viene a poner en tela de juicio nuestra concepción del pecado y de la gracia, erigiéndonos como jueces implacables de los demás y, lo que es peor, como dueños en exclusiva de la salvación, al igual que les sucedía a los fariseos y escribas por quienes Jesús pronuncia esta parábola. Quizá convenga recordar los versos de nuestro paisano León Felipe como antídoto frente a la envidia de los devotos: "Nadie fue ayer, / ni va hoy, / ni irá mañana / hacia Dios / por este mismo camino / que yo voy. / Para cada hombre guarda / un rayo nuevo de luz el sol... / y un camino virgen / Dios".