Así me parece que funciona el mundo, de modo absurdo. Cualquiera de las acepciones de la Real Academia Española para definir esta palabra sirve para referirse al devenir del mismo: "que no tiene sentido y es contrario a la razón, extravagante, irregular, chocante, contradictorio, arbitrario o disparatado".

Cuando miro al entorno más cercano me veo asaltado por un escenario político en constante ebullición. En poco más de dos meses debemos atender a cuatro convocatorias electorales, comenzaremos por las generales y un mes más tarde las otras tres: europeas, autonómicas y locales. Deberíamos de felicitarnos por ejercer este derecho y por hacerlo en libertad.

En cambio, las manifestaciones de la ciudadanía apuntan en otra dirección; parece como si votar no fuera un acontecimiento fundamental en la vida democrática de nuestro país, y ese trámite sólo interese a los que aspiran a ser elegidos y poco más. Hasta este punto hemos sido vapuleados en España. Los partidos políticos de siempre y los nuevos abusan de nuestra paciencia de manera descarnada. La última década ha sido demencial. Comenzó con aquel estúpido empecinamiento del presidente Zapatero en negar la crisis, para culminar con este último año de traca: una moción de censura que triunfa y saca del poder al PP, corrompido hasta la médula y condenado por financiación ilegal, para colocar en Moncloa a un tal Sánchez, campeón de los militantes frene a los barones socialistas; él, que no conoce trabajo de verdad, ni horario, ni apreturas salariales, pues siempre contó con el favor del Rubalcaba de turno, aunque su misión tuviera más que ver con la fontanería que con la política. Lo peor es que para colmo de tanto absurdo, llega a presidente con los votos de quienes, desde Cataluña, socaban las instituciones del Estado y boicotean las leyes de todos. No podía durar mucho.

Confiaba en que cambiara el panorama político, pero nada, seguimos atropellados, aplastados por toneladas de arbitrariedades, de ocurrencias, de amenazas, de "líneas rojas", como si los nuevos líderes, irrelevantes hace diez años, se hubieran vuelto locos. Siguen repitiendo los errores del pasado, encastillados en sus partidos con sus aparatos de control, perfectamente antidemocráticos, dedicados a la cooptación - ya sabes, tu me consigues apoyos y yo te incluyo en la candidatura - o a la burda trampa, como hizo Ciudadanos en Castilla y León para promocionar a la tránsfuga expresidenta de las Cortes regionales. Por añadidura, su indigencia mental nos está deslizando por una pendiente muy peligrosa: quienes no piensan como nosotros son despreciables, no merecen ninguna atención. Esta crispación no tiene sentido alguno si es que aceptamos las reglas del juego democrático.

Todos debemos aprender de lo ocurrido en Cataluña. Hubo un tiempo en que se pudo llegar a consensos, el acuerdo fue posible y hoy no estaríamos lamentando daños de consecuencias impredecibles. Este conflicto se agrava porque los representantes de las instituciones de una y otra parte evitan el diálogo sobre las causas de la desafección de un sector catalanista, después se instrumentaliza por los partidos nacionalistas, hoy claramente independentistas, y por el PP, que se autoproclama único defensor de la unidad de España; se continúa la escalada de agravios e imposiciones de difícil cumplimiento, para llegar a un punto en el que la otra parte ya no sabía cómo detener aquello que amenazó con hacer. La realidad fue ignorada y el cortoplacismo se impuso, nadie se paró a levantar la vista para ver qué había en el horizonte. Hoy estamos chapoteando en él, dentro del Tribunal Supremo. Mientras, nuestros cinco jóvenes líderes se descalifican, fabrican toda suerte de mentiras para enardecer a sus acólitos, cavan profundas zanjas que les separen de los compañeros futuros en el Congreso, así será imposible gobernar para dar respuesta a las necesidades sociales. Parece que han perdido la razón, carece de sentido esta perpetua ceremonia de odiadores, como si quisieran sembrar de sal los campos que han de producir nuestro sustento, es absurdo lo que hacen.

Recuerdo con gratitud los libros de Albert Camus, escritor francés nacido en Argelia, que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957. Sus novelas y ensayos me han enseñado mucho y me siento cercano a su pensamiento filosófico. Escribió que el mundo por sí sólo no es absurdo. Cuando los seres humanos buscamos un significado y no lo encontramos por la indiferencia de quienes nos rodean, entonces aparece la idea del absurdo. Pensaba que el ser humano no puede vivir sin valores y manifestó siempre una gran preocupación por la justicia social, la paz y la eliminación de la violencia. Termino con unas palabras que pronunció en 1945, dirigidas a los estudiantes de París: "Querría que no cedieran cuando se les diga que la inteligencia está siempre de más, cuando se les quiera probar que vale más mentir para mejor triunfar. Querría que no cedieran ante la astucia ni ante la violencia ni ante la abulia. Entonces, quizá en una nación libre y apasionada por la verdad, el hombre comience a sentir el amor a lo humano, sin el cual el mundo no será más que una inmensa soledad".