Ahora que nos enfrentamos de nuevo a un periodo electoral reaparecen las interpretaciones de las encuestas, las declaraciones grandilocuentes, los fastos de proclamación de candidatos y demás parafernalia propia de estos periodos, junto a la exaltación de la democracia y la invitación, no siempre sincera, a los ciudadanos a una participación masiva en los comicios bajo el argumento del voto como máxima manifestación de la esencia de la democracia.

Y aquí es donde empieza mi preocupación. En los últimos años está habiendo una tendencia a identificar democracia con votar y esta identificación nos está llevando a situaciones grotescas, pero que contribuyen a la debilitación de la democracia. Así, un supuesto referéndum sobre la independencia catalana realizado sin censo, sin control de votos y sin ninguna de las garantías que la ley establece pasa a convertirse en un acto de suma democracia porque, según los convocantes de ese referéndum ilegal, los ciudadanos han votado. Y no menos democráticos parecen ser los actos en que se convoca a una muchedumbre que se arroga la representación del conjunto de la ciudadanía solo porque hace mucho ruido, colapsa el tráfico y sale en los medios de comunicación Y aquí entran tanto las manifestaciones secesionistas como las de exaltación de la unidad nacional.

Puestas así las cosas, quizá convenga, para no caer en la vieja frase de Churchill ("La democracia es la peor de todas las formas de gobierno, a excepción de todas las demás") que, dicho sea de paso, no es demasiado ensalzadora de este sistema, reflexionar sobre si, al menos, en las sociedades desarrolladas y de corte liberal puede seguir siendo sostenible el voto como esencia de la democracia, o si bien sería conveniente incorporar otros elementos para que nuestra democracia no quede en un mero calificativo.

En una democracia, votar es una condición sine quae non, máxime en nuestras democracias liberales, pero en ningún caso es suficiente para hablar de democracia, sobre todo si tenemos en cuenta que la participación de los ciudadanos en la acción de votar deja mucho que desear. Si repasamos la participación de los ciudadanos en los últimos comicios de España, Francia, Alemania, Reino Unido y EEUU, la media está en poco más del 60%, a los que había que restar los votos en blanco y los nulos. Así pues, en torno a un 55% de votantes sostienen la supuesta esencia de la democracia, lo que no es muy halagüeño, máxime cuando parece observarse una tendencia al abstencionismo. Pero al valor del voto como seña de identidad de la democracia hay que añadir la fragmentación del bipartidismo, que (con independencia del sistema de asignación de votos de cada país) arroja que el partido que pueda formar gobierno, por ejemplo el PP en España en la últimas elecciones, lo haga con una representación del voto de en torno al 22 % del total de los llamados a votar. Pírrico valor se me hace el del voto si este ha de ser el que sustente la democracia. Si a esto le añadimos la capacidad de grupos minoritarios, pero con gran impacto, como ha señalado el profesor Eric J. Hobsbawun, para marcar, mediante la toma de la calle, la agenda de los políticos (ayudados, consciente o inconscientemente, por la cobertura que hacen los medios de comunicación), la poco moralizante democracia interna de los partidos, incluso de aquellos que presumen de primarias, pero que sucumben no ya a sus comités federales (con lo que la participación individual real se licúa bastante), sino a la tentación de fichajes estrella ajenos al partido, me parece evidente la necesidad de buscar más anclajes para sustentar nuestras democracias liberales desde la perspectiva, ya apuntada por Sócrates y parafraseada por la filósofa Martha Nussbaum, de que democracia supone "un esfuerzo sincero por alcanzar una visión coherente de las cuestiones políticas más importantes".

Partiendo de esto, y considerando que uno de los más graves de problemas de la política actual, señalada por el profesor Michael J. Sandel, es la falta de interés de los políticos por comprometerse "en cuestiones de calado, que son las que preocupan a la gente", no podemos reducir la democracia a votos y urnas y deberemos, como ciudadanos, ir más allá si queremos que el sistema perviva. Y este ir más allá pasa no solo por votar, sino por ser intransigentes en determinadas exigencias.

A los partidos, que expliciten qué van a hacer y, sobre todo, cómo, cuándo y cuánto va a costar; asimismo, y dado que el bipartidismo está tambaleándose, como se ve y como ha descrito el ensayista Tom Burns Marañón, que dejen de ir de farol del vamos a ganar las elecciones y a gobernar y clarifiquen previamente los pactos electorales en caso de que el farol se descubra, que es lo que ocurrirá.

A los medios de comunicación, que sean conscientes de su importancia en la trasmisión de la información y que no se dejen arrastrar por quienes más ruido hacen y sean más inquisitivos en el seguimiento de las políticas que realmente se llevan a cabo. Y, sobre todo, que no desvirtúen con la selección y relevancia de sus noticias el peso de minorías que, debiendo ser respetadas (siempre que estén dentro de la ley), no pueden pasar por mayorías y mucho menos por representar el sentir de más allá de ellas mismas.

Finalmente, a la tan de moda llamada sociedad civil, que dignifique su compromiso democrático con el voto y con su actitud frente al mismo, pero también con el seguimiento y control que le corresponde sobre quienes nos representan en las instituciones.

Con ello no solo el voto tendrá sentido como uno de los pilares de la democracia, sino que evitaremos que sobre la misma se viertan hoy "más tonterías y disparates sin sentido en el discurso público occidental que sobre cualquier otra palabra o concepto político", como apunta el antes mencionado Hobsbawun.