Proliferan, no sin razón, las denuncias, estudios y noticias que hacen referencia a la despoblación de las zonas rurales y que, con menos ahínco y unanimidad, proponen soluciones para detener esta situación que, en muchas comarcas españolas, pinta irreversible y solo nos quedará llorar el abandono de casas, que en su día fueron hogares, y campos que sostuvieron familias y sus sueños. Mi buen amigo Manuel Mostaza, politólogo que tiene a gala ser senabrés y al que nunca estaré lo suficientemente agradecido por haberme descubierto esta tierra, en este mismo diario ha hablado en más de una ocasión sobre esta situación, apuntando soluciones que, inevitablemente, pasan por el desarrollo de las comunicaciones, la educación y la gestión de los recursos propios potenciando el regreso de los que se fueron y la llegada de nuevos pobladores a estas tierras de acogida y a cualquiera de los pueblos de España.

Pero yo quiero plasmar aquí un aspecto, casi siempre olvidado, que inevitablemente va aparejado a la despoblación rural: la pérdida de las raíces. Y ya anticipo que no seré tan cándido como para hacer una exaltación del viejo tópico horaciano del beatus ille con su lirismo de la sencillez y paz que se encuentran en el campo frente a la ciudad. Y no lo haré porque antes que candidez, las personas necesitan comer y tener perspectivas de futuro, así que suscribo cada iniciativa que incentive el desarrollo del mundo rural. Pero quiero hacerlo desde una perspectiva más profunda que el aprovechamiento de recursos, la redistribución de población, o el mantenimiento del patrimonio. Quiero hacerlo desde la perspectiva de la necesidad consustancial al ser humano de encontrar y sentir sus raíces.

Porque en cada pueblo que muere, más temprano que tarde, mueren las raíces de muchas personas, de esas que tuvieron que abandonarlo, y esto supone un drama a corto plazo y una tragedia para las generaciones futuras. Porque el ser humano no solo necesita reconocerse en otros, sino también en espacios, en pequeños refugios en los que cuando la vida se pone cuesta arriba, y a todos se nos pone más de una vez, sentirse protegido y acogido y, sobre todo, reconocido e identificado. Y no negaré que la ciudad también puede posibilitarlo, pero de una manera infinitamente menos asequible, sobre todo porque la anonimia que da la ciudad, que tan bien ha descrito Luis Rojas Marcos en La ciudad y sus desafíos, se vuelve en contra cuando se precisa sentirse parte de una comunidad, máxime cuando, como magistralmente ha argumentado el premio Princesa de Asturias del año pasado, el filósofo y profesor de Harward Michael J. Sandel, en su libro Lo que el dinero no puede comprar, la leyes del mercado han invadido la vida de las personas en aspectos hace unos años inimaginables. Pero el mercado no tiene moral y, precisamente, moral y valores éticos son los que sustentan las comunidades y con ellas a sus individuos. Y son esos valores éticos y morales los que mejor resisten en el mundo rural, menos secuestrado por la invasión de la economía de mercado. Pagar por que alguien te haga la cola para un concierto o un determinado evento aún está alejado de ocurrir en el mundo rural; tu interés lleva aparejado no tu dinero, sino tu paciencia en la cola, que iguala a unos y otros. Pero es más, el mero hecho de desear los buenos días a un desconocido mientras paseas, de sentirte próximo a alguien del que solo sabes su nombre, de caminar por un espacio que ves cómo va cambiando de tonalidad según las estaciones, o de contemplar los cambios de los meandros de ríos y caminos, te hace sentirte parte del paisaje y no solo mero espectador, miembro activo de una comunidad ante la que la anónima se resuelve en un saberse uno con el entorno físico y humano; en definitiva, supone echar raíces.

Vivimos en tránsito, en una constante toma de decisiones, en un viaje a ninguna parte, como la novela del maestro Fernán Gómez, y necesitamos parar para pensarnos, para saber adónde vamos y para qué, y para ello es imprescindible sentir nuestras raíces en la planta de los pies.