Qué infeliz el hombre que asustado por su integración tiene que demostrar interés . Sí, entre el furor fingido, por lo visto, abundan los silencios que preludian finales...

Las cafeterías, por las mañanas, son cálidas salas de espera del chisme. Prescindir del gusto de chismorrear es tarea fácil, solo hay que verse como un pobre imbécil, y automáticamente desaparece. O no... Cuántos amigos íntimos son enemigos acérrimos... Hagan memoria y piensen en la burlesca representación que a menudo hacemos. Sí, todos somos hipócritas, la diferencia está en los grados. Es patético ver brotes de afecto profundo entre personas que no se pueden ni ver. Y lo peor, es el gran escándalo que se prepara al encontrarnos con personas así. En el intento de resultar creíbles: sonríen y gritan al mismo tiempo. Menudo cuadro, a veces, uno se queda petrificado y no sabe ni como actuar...

Los más simpáticos son los tragones; sí hombre, los que comen la tortilla a dos carrillos, y a la vez, están hablando del divorcio de menganito o de la falda corta que lleva la funcionaria que va a tomar el café. Es un honor no tener mesa a su lado, suelen ser enemigos de la buena educación, y se enfadan con la misma facilidad que se contentan. Lo mejor de todo es cuando se quedan absortos con el palillo en la boca, justo en ese momento paran de hablar... ¿Será el palillo el orgasmo de los chismosos?

Y así sucede la vida, la de cada día. La misma que es devota de la rutina y los hábitos. Las buenas conversaciones nacen del ayuno de las palabras; no se trata de dar un puñetazo a la mesa y sacar la fiera a relucir. Se trata de apaciguar el diálogo con el pensamiento... Las personas más maravillosas no tienen por costumbre hablar de nadie, seguramente entendieron, que el asombro se gana con el silencio y la repugnancia con la palabra.