En la frase "vamos a tomar un café", tomar un café es lo de menos. Puede ser, al final, una caña, varias con tapas, o uno de esos tés de mil fragancias que han colonizado por lo menos esta ciudad. Vamos a tomar un café es una invitación a quedar, a verse, a charlar sin la ortopedia del WhatsApp. En España un café dura mucho más que un café.

Durante algún tiempo, documenté -más por nostalgia que por sistema- el primer café con tortilla de cada vuelta. Alguno en Barajas, muchos en Méndez Álvaro, los mejores ya en Zamora. "España es un bar sucesivo", escribía. Lo sigue siendo.

Entre la avenida de Tres Cruces y la Catedral, un paseo de reconocimiento. Cerrado por jubilación, liquidación por cierre, cierre sin más explicaciones. Desde la última Zamora que viví a diario, hace más de diez años, hasta esta, un rosario de desapariciones. Sobreviven los bares. Los bares y las peluquerías, que merecen artículo aparte.

Con nombres nuevos, las mesas de siempre, los bares siguen siendo el lugar de encuentro. Vértebras de unas calles más impersonales, más monótonas, menos reconocibles que las calles en las que crecimos los que hace ya un rato que crecimos.

Hace unos días me sobraban diez minutos antes de un curso en Madrid, la dimensión justa para un café. Estaba por Cibeles, doblé una esquina buscando ese bar que es cualquier bar. Encontré un pub irlandés y una cadena con tortitas de oreo como reclamo. Me quedé leyendo al sol.

El riego de estas líneas es un café doble. Escenario, un bar de barrio. Alrededor, la hija de los dueños hace los deberes, dos vecinos discuten en la barra, La que se avecina en la televisión. Me gusta escribir en los bares, porque en los bares nos sigo reconociendo.