Como quiero que el médico sea médico, el profesor tenga un título acorde a la asignatura que imparte y el técnico que me pone la caldera un carné de instalador, debo de ser un fascista.

Así son las cosas hoy en día, o eso deduzco del revuelo que se ha montado porque Vox haya pedido la identificación de los trabajadores públicos que desempeñan sus tareas en las unidades de violencia de género. El problema, a mi entender, no es que un partido haya pedido esos datos: el problema es el revuelo, cuando el nuevo gobierno andaluz llegó al poder en nombre de la transparencia y con la solemne promesa de desmontar los chiringuitos de treinta y seis años de socialismo cortijero.

Si Bildu o ERC pueden pedir, con razón, participar en las comisiones de secretos oficiales, también puede Vox en el ejercicio de su labor parlamentaria pedir datos para comprobar que los empleados públicos tienen la cualificación necesaria para desempeñar sus tareas. Porque lo cierto es que el asunto, dígalo Agamenón o su porquero, apesta desde hace años.

Todos sabemos cómo se reparten los dineros en esos organismos, observatorios, mesas, y entes creados expresamente para colocar amigos, movilizar pancarteros y organizar una red clientelar de estómagos agradecidos. Y no es patrimonio exclusivo del socialismo andaluz: si se solicitase conocer la cualificación académica de todos los profesores de religión, por ejemplo, seguro que la izquierda estaría encantada. Y a lo mejor no estaría mal hacerlo.

Pero como se ataca a uno de los núcleos duros de la progresía, entonces sale a relucir la ley de protección de datos, que es como mentar el comodín cuando no tienes respuesta en un concurso.

Debería ser al contrario: el dinero público debería gastarse con total transparencia, los empleados públicos deberían demostrar claramente su cualificación y nadie debería escandalizarse de ello. Pero como se piden informes psicológicos a echadoras del tarot, solicitar los datos de las personas que redactan esos informes es un intento de crear una lista negra.

Pues a lo mejor sí, y esa lista negra hay que crearla: la de los quiromantes, los hechiceros y los curanderos que se hacen pasar por lo que no son.

No todas las listas negras son fascismo.