Pues sí, el mundo rural está de moda. Aunque algunos ya lo veníamos escribiendo desde hace varias décadas, otros, sin embargo, parece que lo han descubierto anteayer. ¿Y por qué está de moda? Por los efectos mediáticos de unos ensayos, unas novelas y unas cuantas declaraciones de personajes relevantes en algunos medios de comunicación que se han percatado que aquí hay un filón para estar en el candelero. Lo cual no está mal si pasamos de las bonitas palabras, las buenas intenciones, las columnas de opinión y los foros de expertos que se montan por aquí y por allá a la acción. Porque el peligro de las modas es precisamente su inconsistencia; es decir, que nos preocupemos por un problema o cualquier otra circunstancia de la vida cotidiana dado que, cada vez más, vivimos atrapados por la novedad, lo superficial, lo efímero, lo líquido e incluso lo gaseoso, si utilizamos algunos términos que también se han puesto de moda y que se emplean en la jerga sociológica para describir el contexto social que nos envuelve en la actualidad.

No está mal que el mundo rural esté de moda si, como digo, pasamos a la acción y dejamos de escuchar sermones sobre lo que debe hacerse y no se hace. El reto, sin embargo, no es fácil. Porque el mundo rural, tan heterogéneo y tan diverso, debe enfrentarse a múltiples problemas y desafíos. Algunos son internos y específicos de cada territorio y otros se dirimen en escenarios muy lejanos, a muchos kilómetros de distancia del lugar de residencia o de trabajo de las personas que han decidido seguir construyendo su vida en alguna de esas localidades que, según parece, han pasado de vivir estupendamente a encontrarse de bruces con todos los males habidos y por haber. De los internos conviene recordar que los pueblos no son esos espacios mágicos e idílicos que algunos siguen conservando en su imaginario personal. Porque en los pueblos, como escuchaba hace siete días en Montamarta en el encuentro de asociaciones, existen divisiones mucho más profundas de lo que parece y el individualismo sigue siendo una de sus señas de identidad.

¿Y qué decir de las decisiones que se toman muy lejos por quienes, en muchos casos, nunca han pisado un establo, un gallinero, una nave de cerdos, una dehesa, un huerto o una simple tierra de labor? Personas que han olvidado que la inmensa mayoría de los pueblos de España no juegan en la misma categoría que esas ciudades o zonas industriales y de servicios que se convirtieron, no hace tanto tiempo, en los grandes destinos de quienes aspiraban a mejorar su vida y las de sus hijos, porque les vendieron que su futuro solo podía construirse en esos lugares, lejos del terruño que les vio nacer. A estas personas les inculcaron también que quienes vivían en los pueblos eran toscos, rudos, incultos y paletos. O sea, bichos raros. Por tanto, había que salir pitando y buscar la felicidad en esas poblaciones donde algunos pensaban que los perros se ataban con longanizas. Sin embargo, unos y otros nunca se preocuparon por valorar lo propio ni de lanzarse a la aventura, impulsando nuevos proyectos e iniciativas. Y ahora, claro, es tarde.