El día que el asfalto llegó a mi calle ya se habían asfaltado casi todas las calles del barrio más cercanas. Luego el barrio siguió creciendo y construyendo hasta viviendas "tan altas como las de las Tres Cruces o más" -como decíamos llenos de orgullo niños y mayores- en las explanadas donde se jugaba al fútbol con un par de piedras cubiertas por los abrigos o los "jerseises" para delimitar las porterías.

Antes de que llegara el asfalto, la presunta calzada de mi calle era tal cascajal que mi padre -vivíamos en el bajo- quería poner las ventanas de muchos cristales para que las continuas roturas por balones o piedras nos salieran más baratas; y la acera de tierra bien barrida por las vecinas iba ganando terreno al estrecho tramo cementado. Los vecinos tenían una indignación de esas calladas de entonces -no como ahora que un simple bache les saca de sus casillas a los medios de comunicación- basada en la injusticia de que incluso después de haber hecho la escuela, los niños de la escuela y de la calle siguiéramos jugando entre los charcos, o descalabrándonos unos a otros en las "canteas" donde se dirimían los conflictos entre chavales.

Cuando llegó el asfalto a mi calle nos pusimos contentos porque parecía una calle moderna, como la Avenida. Pero me cambió la vida: dejé de jugar al clavo por razones obvias; dejé de tener agua de los charcos y tierra para hacer flanes; dejé de poder comer los carámbanos de los charcos que nos daban anginas; los chicos dejaron de jugar a las canicas porque no tenían hoyos para hacer "gua-chiquilín-gua"? Pero pudimos jugar mejor a la comba, a la goma, al corro, a la pelota y a todo lo de correr sin riesgo a llenarnos las rodillas y las manos de cascajo y arena cuando nos caíamos, que era lo peor de curar y a veces se infectaba por eso. Aunque lo malo también era que dejamos de presumir de tener bajo la postilla el pus de la herida más grande, que ya entonces en mi barrio se presumía de "bruterías", como dicen los niños de ahora.

El asfalto nos permitió ganar en salubridad; respetó los árboles de siempre y las acacias de la acera de la escuela; puso bancos y farolas, porque las luces de antes eran, si no objetivo prioritario, daños colaterales de las piedras, y se llevó las canteas con sus cantos a otra parte ¡Ya parecía que vivíamos en una calle!

No muchos años después, el asfalto llegó a Porto de Sanabria, justo cuando yo era una de los tres maestros que había. Los caminos que bajaban del monte atravesando el pueblo eran regatos por los que había que andar con katiuskas en el invierno; donde las piedras se confundían con los sapos en primavera; donde si pasaban las vacas, había que ceder el paso según los cuernos. Todo muy agreste, típico, etnográfico y precioso, y hasta divertido para los maestros que pasábamos allí unos años enseñando que las calles tenían dos partes: acera y calzada ¡ja! Pero donde no podía subir ni una silla de ruedas, ni un coche hasta las calles de arriba, ni el butanero; ni una ambulancia si se necesitaba.

Cuando llegó el asfalto a Porto -a la carretera aún no ha llegado su arreglo- también se colocaron las primeras farolas de alumbrado público, porque antes nos alumbrábamos con linternas por las noches, pese a producir miles o millones de kilovatios es su término municipal. Yo creo que se pusieron contentos.

Como se pondrían contentos los vecinos y los miles de personas que han firmado para que se asfalte el camino entre Monumenta y Argañín. Porque cuando llegue el asfalto podrán recorrer poco más de 3 kilómetros para encontrarse en lugar de los 17 de ahora, y se abrirá un nuevo acceso a los Arribes del Duero para todos. El camino de tierra no es transitable casi ni andando, porque el paso de los vehículos lo destroza.

Y no sólo está el caso de este camino, sino que son muchos los pueblos de Zamora que piden obras de asfaltado en los planes que reparte la Diputación, porque les pasa lo mismo que a los vecinos de mi calle, los vecinos de Porto y los de todos los pueblos: ¡se ponen contentos con el asfalto!

Pero no son personas sin idea política o idea de ciudad por querer pavimentar las calles del pueblo en lugar de ir por verdes veredas, o por querer que el agua potable llegue a su casa en lugar de ir por ella a la fuente clara del monte, o porque la luz de las farolas no les deje ver el cielo estrellado.

Porque hay asfalto y política que rompe las barreras arquitectónicas y sociales: que acerca barrios, pueblos, desarrollo social y clases. Y luego está ese otro asfalto y política que arrasa los espacios medioambientales, cubre los valles de embalses y especula con los espacios y los lugares de esparcimiento.

El asfalto, como cualquier actividad, es política. Por eso en Zamora hemos apostado por el humilde asfalto que acerca y rompe barreras: por el que intenta hacer de un barrio una zona igual que la del centro; por el que lleva los servicios básicos a la gente y a los pueblos, y por el que los une y los acerca.