Caminaba un día por las calles de la localidad madrileña donde trabajo cuando alguien me paró y me dijo: "Tú eres de Zamora". No era una pregunta, sino una afirmación bien fundada. El comentario me sorprendió de tal manera que repliqué preguntando: "¿Tú también?". Una salida bastante estúpida, puesto que de otro modo no me habría identificado como conciudadano suyo y por lo tanto no se habría dirigido a mí en esos términos. "¡Anda, si además tienes acento!", exclamó. A decir verdad, no soy consciente de tenerlo muy marcado, al menos en comparación con algunos familiares y amigos que alargan mucho las vocales finales y mantienen esa entonación de boca cerrada y timidez, de cautela y discreción; esa especie de deje portugués que nos aleja del vocerío y la espontaneidad que otorga el desparpajo, que nos separa de la forma de hablar que impera de Despeñaperros hacia abajo.

Pues bien, tras este encuentro que relato me puse a reflexionar sobre los acentos, los tonos y la forma de hablar de los españoles. Sobre las lenguas regionales, los dialectos y los coloquialismos. Sobre los modismos, los localismos, el mirandés y la desaparición del leonés. Sobre los lexemas, los morfemas y los sufijos; los itos, los illos, los inos y los icos. Sobre las dificultades para entender a un asturiano que te pregunta si algo te presta. Sobre nosotros; sobre los olvidados, sobre los de la Raya, la linde, el límite de España; sobre nuestro castellano puro. Y evoqué enseguida mis primeras vivencias fuera de la ciudad de Zamora. Sobre todo mi estancia en Roma, pues recuerdo que cuando regresé por primera vez todo el mundo me preguntaba lo mismo: "¿Y qué tal pa'ahi?".

Tiempo después, durante mis periplos estivales en Cataluña, la pregunta era la misma: "¿Y qué tal pa'ahí?". Más tarde viví en Inglaterra y luego me mudé a Madrid. Y la pregunta volvía a ser la misma: "¿Y qué tal pa'ahí?". Hasta que un día me encontré con alguien que venía del extranjero y le pregunté: "¿Y qué tal pa'ahí?". Me di cuenta entonces de que ese "pa'hí" no abarcaba distancia alguna; era una especie de "non plus ultra". "Pa'ahí" podía ser Salamanca, Roma, Nueva York o Yakarta. "Pa'ahí" era cualquier territorio que excediese los límites de Villaralbo o Morales del Vino. "Pa'ahí" era, a fin de cuentas, todo lo que no nos unía, lo desconocido, aquello que no tenemos en común a nivel cultural, gastronómico o existencial. "¿Qué tal pa'ahí?" significaba algo así como: "¿pero qué carajo comes fuera de Zamora?, ¿cómo es el vino y el queso y la receta del pincho moruno?, ¿cómo es un invierno sin niebla, una Semana Santa sin Merlú o un cocido sin relleno?

El apego no radica solamente en la intensidad de un sentimiento de pertenencia a un territorio, sino también en la complicidad que otorga un habla y un vocabulario propio. A veces es difícil explicarle a alguien que no es de Zamora por qué empleamos la palabra cuzo en vez de cotilla y, sobre todo, por qué no podemos desprendernos de ella, por qué está tan arraigada en nuestra forma de hablar. Debe resultar sorprendente para un joven zamorano que emigra por primera vez que la gente no tome los cereales en un caneco, sino en un tazón, que no vaya a los sitios a peto, sino a propósito, que no se manque o se estontone, sino que se haga daño, o que en vez de subirse a un teso se suba a un cerro.

Las peculiaridades lingüísticas dotan a nuestra tierra y nuestra población de una gran riqueza cognitiva y expresiva. El habla zamorana es uno de los bienes inmateriales más valiosos que poseemos; un caudal de saberes, una forma de respeto a nuestra historia, a nuestros antepasados, a nosotros mismos.