Hace varios años escribí un relato titulado "El juicio póstumo". Cuento en él que un abogado decidió desenterrar a Francisco Franco en marzo de 2005 para juzgarlo y condenarlo a muerte por crímenes de lesa humanidad. Una especie de "damnatio memoriae" (condena de la memoria), cuya máxima y grotesca puesta en escena protagonizó el papa Esteban VI contra el papa Formoso en el denominado "Concilio cadavérico" y también "Sínodo del terror". Esto sucedió en enero del año 897, un año y tres meses después de la muerte de Formoso.

En mi relato, el abogado y unos colegas consiguieron por la noche entrar en la cripta, levantar la losa y acceder al ataúd, pero su sorpresa fue monumental al no encontrar dentro el cadáver, sino una carta firmada por el propio Franco en la que se decía: "Lamento haceros esta jugarreta, quienquiera que seáis, porque sé que vendréis algún día a por mí. Incautos, ¿creéis que, después de haber ganado tantas batallas, iba a perder la del descanso eterno?"

Se trata de una elucubración literaria y es improbable un desenlace similar en la exhumación que ha puesto en marcha el gobierno de Pedro Sánchez. Está legitimado para hacerlo, porque Franco está enterrado en el Valle de los Caídos sin ser un caído y, además por la voluntad de otro gobierno, presidido por Carlos Arias Navarro, en noviembre de 1975.

El problema que se plantea ahora no es tanto la exhumación cuanto la inhumación, porque en dónde debe ser enterrado de nuevo afecta también a la familia del dictador. El deseo de sus descendientes es que sea inhumado en la catedral madrileña de la Almudena, en donde están enterrados algunos personajes ilustres, entre otros la esposa de Alfonso XII María de las Mercedes de Orleans, el infante Fernando de Baviera, el marqués de Cubas, el cardenal y arzobispo de Madrid, Ángel Suquía y el marqués de Urquijo.

El gobierno se niega a que Franco sea enterrado en esta catedral, ubicada en la Plaza de Oriente, en donde Franco solía presidir concentraciones que exaltaban su figura y su política; la última tuvo lugar el 1 de octubre de 1975, cincuenta días antes de su fallecimiento. Tan solo cuatro días antes habían sido ejecutados tres miembros del FRAP y dos de ETA político-militar, estos últimos involucrados en el asesinato del presidente Luis Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973. Estas ejecuciones suscitaron una oleada de protestas dentro y fuera de España.

Al actual gobierno no le importa que Franco sea inhumado en el cementerio de Mingorrubio de El Pardo, en donde están enterrados su esposa Carmen Polo, los expresidentes Luis Carrero Blanco y Carlos Arias Navarro y el jurista y presidente del Tribunal Constitucional Francisco Tomás y Valiente, asesinado por ETA en 1996 en su despacho de la Universidad Autónoma de Madrid.

Al margen de un análisis de la figura y del gobierno de Franco, que evidentemente no podría ser positivo, este asunto de la exhumación e inhumación no debería ahondar en la herida de las dos Españas, que, a estas alturas de la historia, debería estar más que cicatrizada.

Creo que tendríamos que aprender la lección de algunos países africanos que han padecido durísimas y crueles guerras civiles como la de Nigeria, después de proclamar Biafra su independencia en mayo de 1967; causó en tres años no menos de un millón de muertos y poco después se consolidó la reconciliación en todo el país.

Lo mismo sucedió en Sudáfrica; aunque no hubo una guerra civil, sí padeció el estigma del "apartheid" durante varias décadas; un presidente de la talla de Nelson Mandela, que estuvo encarcelado durante 27 años, logró reconciliar a blancos y negros, evitando así el mayor baño de sangre en África.

Es muy importante la memoria, pero debe servir para no repetir nunca los errores del pasado y tender siempre a favorecer la convivencia. Sería lamentable que el cadáver de Franco nos hiciera la jugarreta de dividirnos aún más. No se merece ganar esta batalla a los de 43 años de su muerte.