Ni Zambia, ni Ecuador, ni el Congo que un día fue belga tienen problemas de inmigración. Tampoco los tenía la España de Franco, quien, por el contrario, llegó a crear un Instituto Nacional de Emigración para deshacerse de los millones de parados que producía su ineficiente régimen, colocándolos en Alemania, Suiza y por ahí. La exportación del paro fue uno de los grandes éxitos que ahora añoran, un tanto exageradamente, los nostálgicos de la obra del Caudillo.

Del "¡Vente a Alemania, Pepe!" algunos han pasado al "No vengas a España, Mohamed (o Juan Crisóstomo, o Gladys)". La memoria es corta, pero en realidad debiéramos considerar un buen dato el que la gente de esos terceros mundos quiera venir aquí. Señal de que algo bueno hay en España.

La inmigración -reverso de la emigración- es un lujo solo al alcance de los países con cierto desarrollo y un PIB más o menos robusto. Contra lo que proclaman a voces los nuevos nacionalistas, nadie quiere emigrar a Nigeria, pongamos por caso. En cambio, son cientos de miles las personas que se juegan la vida en el intento de saltar las vallas de la Fortaleza Europa; y no digamos ya el muro, en parte construido, con el que Donald Trump pretende fortificar las fronteras del imperio.

Tanta atracción ejerce Estados Unidos sobre el resto del mundo que, allá en el rancho grande, las autoridades organizan periódicamente una lotería cuyo premio consiste en permisos para trabajar en el país. Su presidente, de ascendencia escocesa y alemana, parece haber olvidado que la poderosa Norteamérica actual fue edificada por inmigrantes; pero tampoco es cosa de andar subrayando paradojas.

Aquí en España, las últimas encuestas del Gobierno detectan que la preocupación por la llegada de inmigrantes ha crecido con fuerza en los tres o cuatro últimos años. Comparativamente, sin embargo, nuestro grado de xenofobia es bastante inferior al de otros países europeos muy próximos a nosotros, tales que Francia e Italia; lo que habla bien sobre la bonhomía de este que un día fue país de Quijotes.

Aun así, tampoco sobraría recordar a los ciudadanos más recelosos con la gente de fuera que España no hubiera podido progresar económicamente al ritmo que lo hizo durante la primera década de este siglo a no ser por el copioso, si bien desordenado, flujo de inmigrantes que recibió.

No sólo por razones de gratitud, sino por el mero interés egoísta, los españoles que no hace tanto emigraban en masa debieran considerar la inmigración de ahora como una oportunidad antes que un problema. Aunque sí plantee dificultades, como es lógico.

Infelizmente, hay partidos que prefieren pescar en ese caladero de votos sin más que culpar a los inmigrantes de todos -o casi todos- los males que afligen a España, ignorando sus beneficios. Son políticos fuera de siglo y hasta de época que proponen mano dura y deportaciones bajo el atractivo lema: "Los españoles, primero", tan del gusto de los amantes de las colas. Será que ellos -y sus votantes- están dispuestos a hacer los trabajos ingratos de los que ahora se ocupa la inmigración.

Su última ocurrencia consiste en limitar la ley del aborto para favorecer de este extravagante modo la producción de bebés autóctonos que se encarguen de cotizar para las pensiones futuras. Parece una broma, pero lo cierto es que estas chuscadas empiezan a dar rédito en las urnas. Mala noticia.