El otro día me entrevistaron en un programa de televisión. El presentador me dio las buenas tardes y yo contesté aliviado. Primer envite resuelto, pensé. Entonces el presentador me preguntó que cuánto tiempo me había costado escribir "Historia de dos ángeles azules". Yo no había escrito ningún libro titulado así pero no supe como deshacer el enredo. El regidor me hizo un gesto incitándome a hablar. Y hablé. Dije que me costó mucho, que fue una tarea agotadora. Iba a decir ingente, pero a mi cabeza venía la palabra detergente. Temí decir tarea detergente y dije eso, que me costó mucho. El regidor seguía haciendo señas y el presentador estaba mirando su móvil. Y me lancé. Describí el proceso creativo de "Historia de dos ángeles azules", conté cuáles habían sido mis influencias, me metí en un relato prolijo. Y tosí. El regidor dejó de hacer gestos. El regidor me tenía harto, por cierto. El presentador dejó en paz el móvil y dio paso a publicidad. Me miró cómplice. Yo lo miré cómplice. En realidad supe después que más que cómplice es que era un poco bizco. Tras un anuncio de colonia, otro de desodorante y otro de cremas contra las hemorroides, el regidor empezó a manotear, el presentador me dio la palabra y yo, disciplinado, continué hablando del libro, sin saber que en teoría acudía a una tertulia deportiva sobre la inquebrantable afición de un entrenador local a hacer perder a su equipo. Yo iba a poner en valor la teoría de que un equipo funciona mejor con un medio volante veloz que con un lisiado de la cantera pero algo dentro de mí seguía impulsándome a hablar del libro que no había escrito. Bueno, algo dentro de mí y el presentador. Y el regidor. El regidor me tenía harto. Ya lo he dicho, ya lo sé.

Salí del plató. De lo nervioso que estaba no encendí un cigarrillo. Me dirigía a la parada de taxis cuando una señora muy alborotada se me acercó a gran velocidad: quería que le firmara un ejemplar de "Historia de dos ángeles azules". Qué nombre pongo, señora, dije audaz y ufano. Como con suficiencia.