Faltan cinco para las cinco, y ya estamos todos. Somos los últimos: vuelo nocturno San Salvador- Madrid. Me suenan solo un par de caras, escucho. Marina acaba de firmar su primer contrato de alquiler con 29 años. A Olga le parece que la nueva ley madrileña de alquileres maniata al propietario. Al menos ocho ojos la miran atónitos. Inconsciente del estupor, sigue. Que tienes un piso y no puedes disponer de él. Que no es justo. (¿Tener un piso?, pensamos todos). David la interrumpe. Contiene la ebullición.

Estamos hablando de un derecho humano, le dice. Una vivienda digna, un techo. Una cierta estabilidad. Me impresiona la tranquilidad con la que expresa su enfado. Da argumentos: al menos ahora subirán el precio cada cinco y no cada tres años. No es gran cosa, es solo algo. Marina cuenta todo lo que le han exigido para hacerle el contrato. David remacha: y piensa que tú tienes una nómina. Una nómina, la primera, a los 29 años, dos carreras. Dos de las que tienen/tenían/tuvieron salidas. Salió de la universidad después de 2008: tierra quemada. Opositó, con el apoyo de sus padres.

Olga insiste. Que no es lo mismo un, dice, "pequeño-burgués" con un par de pisos que un fondo de inversión. Vive en uno de los apartamentos de su familia (un ahora-entiendo-todo circula entre nosotros) y quiere poder echar a sus inquilinos cuando quiera. -Bueno, en tu casa tú pones las reglas, le concede David. Siempre impacta hablar con alguien que nunca ha pagado alquiler. La generación marca, pero la clase social es una isla.

En el aeropuerto hacemos un corrillo y, de alguna manera, comenzamos a hablar de edades. María Jesús, la única en la cincuentena, bromea sobre lo poco que le gusta esa deriva de la conversación. ¿Tenéis hijos?, suelta como un misil fuera de tiempo y lugar. Silencio, miradas, de-qué-nos-está-hablando-esta-mujer. Juro que pasó un minuto entero hasta que David (43) vocalizó el primer "no" de una cascada de "noes": Laia (38), Olga (36), Cristina (31), Marina (29).

Como si se hubiera descorchado una botella, hablamos, pisándonos, desbordados, sobre dónde nos pilló la ola arrasadora de la crisis de 2008, sobre cómo la surfeamos, sobre si pudimos. Hablamos de los que no se fueron, de los que se fueron y volvieron, de los que quieren volver y no pueden, de los que quieren volver y no quieren volver así. Así sin red, así a la nada misma. Hablamos de los que no volverán nunca. Hablamos mucho hasta que el azar de los asientos nos repartió por el avión. En ninguno de los cinco periódicos españoles que nos ofrecieron se hablaba de eso.