La crisis política que sufre hoy Venezuela coincide en el tiempo con el vigésimo aniversario de la llegada al poder del teniente coronel Hugo Chávez, en febrero de 1999. Aquella victoria, saludada por una parte de las elites europeas como una buena noticia que ponía fin al corrupto gobierno de Rafael Caldera, fue en realidad el principio del fin de Venezuela como el moderno Estado de Derecho que habíamos conocido en el siglo XX. Dado que la memoria es corta en el mundo de las redes sociales y la información instantánea vía Internet, es bueno recordar que el país caribeño fue durante la segunda mitad del siglo XX uno de los más prósperos de América; allí emigraban hasta bien entrados los años setenta, a veces en miserables "barcos fantasma", los españoles, especialmente los canarios, y allí vendió nuestro gran Baltasar Lobo varias de sus esculturas en los años sesenta. Un país, Venezuela, tan cercano por cierto a nuestra provincia zamorana, como nos recordaba hace años el profesor Manuel Lucena en La Casa de Zamora: zamorano fue el fundador de Caracas, el carballés Diego de Losada y Quiroga, como zamorano fue Diego de Mazariegos, fundador de Nueva Zamora de Maracaibo en 1574.

El sistema de alternancia pacífica entre socialdemócratas y conservadores consagrado en el Pacto de Punto Fijo y garantizado por la constitución de 1961, generó unos niveles de bienestar que ahora parecen una entelequia cuando vemos hoy la situación del país. La clara victoria de Chávez en las presidenciales de 1999 (quien había intentado un golpe de Estado en 1992) y las actuaciones que llevó a cabo su gobierno son un buen ejemplo de lo importante que son las instituciones y el respeto a las formas democráticas para proteger el bienestar de los ciudadanos. Nada más llegar al poder, y tal como había prometido, organizó, sin el consenso de la oposición, unas elecciones para una Asamblea Constituyente en las que votó menos de la mitad de la población y en las que, pese a obtener algo más del 65% de los votos, un sistema electoral pergeñado por el chavismo le permitió lograr más del 95% de los escaños y poder hacer así un Constitución a su medida. Este fue uno de los primeros errores graves que han llevado a Venezuela al abismo: no se puede hacer una Constitución (ni reformar una vigente, aviso para navegantes) por parte del gobierno y marginar a la oposición en su elaboración. La nueva Constitución bolivariana fue aprobada en un referéndum en el que votó, de nuevo, menos de la mitad de la población (44,5%), por lo que hablamos de un texto aprobado por solo un tercio del censo electoral, una cifra que demuestra que la falta de acuerdo entre las élites se trasladó también a la ciudadanía (en España la Constitución fue aprobada por casi un 60% del censo electoral). Y es que cambiar las reglas del juego siguiendo la orientación ideológica de una de las facciones en liza es un camino seguro hacia el desastre, como bien aprendimos en la historia constitucional española anterior a 1978. Hugo Chávez, un clásico ejemplo de caudillo latinoamericano, siempre pensó que el apoyo del "pueblo", ese extraño ente que no suele incluir a toda la ciudadanía, era aval suficiente para su proyecto. Aun así, la derrota estrepitosa que sufrió en el referéndum que convocó en 2007 para transformar Venezuela en un Estado socialista marcó el inicio del ocaso del régimen, un ocaso que ha durado demasiado por las ingentes reservas de petróleo que atesora el país. Muerto el líder carismático en 2013, el poder del presidente Maduro se ha basado en victorias pírricas, posiblemente fraudulentas (las presidenciales de 2013, en las que derrotó a Capriles por poco más de doscientos mil votos), hasta llegar a la abrumadora derrota del oficialismo en las parlamentarias de diciembre de 2015. La respuesta del gobierno fue, de nuevo, utilizar el poder para legislar a medida de sus intereses, despojando de sus atribuciones a la Asamblea y convocando, contra la propia constitución chavista, una Constituyente para cambiar de nuevo la Carta Magna, en una huida hacia delante que parece haber llegado ya a su fin. Por el camino, Venezuela se ha empobrecido hasta límites increíbles, y el que fuera en otro tiempo un país netamente exportador, no solo de petróleo, sino también de maíz, de azúcar, de arroz, es hoy un país dependiente de los ingresos cada vez más menguantes del petróleo, que constituye casi en exclusiva su única exportación.

Hemos vuelto a aprender en estos años que deslegitimar un sistema democrático pluralista que funciona, con problemas, pero que funciona, abre la puerta al caos: era mucho más fácil (y seguro) vivir en la "corrupta" Venezuela de Carlos Andrés Pérez que en la "revolucionaria" de hoy. En aquella Venezuela ni se perseguía a la oposición, ni se cerraban medios de comunicación opositores. Hemos confirmado de nuevo que no hay "hombres fuertes" que puedan enderezar el curso de la historia y que esas cosas siempre acaban mal, se blanda una espada o se monte a caballo. El metarrelato liberal -una ficción política capaz de acoger diversos relatos en su seno- nos enseña que no pueden cambiarse las reglas del juego en beneficio del que manda, incluso aunque goce de un gran apoyo popular. Y es que, para que un régimen pueda ser calificado como democrático, no basta con votar ni con convocar referéndums: ha de permitirse a la oposición tener opciones reales de alcanzar el poder, las minorías han de ser respetadas y las normas deben amparar a todos, porque no hay ciudadanos buenos (el pueblo) frente a ciudadanos malos (la oligarquía). Quizá muchos venezolanos no dieron en su momento importancia a cosas tan aburridas como las instituciones, las tertulias sosegadas o la crítica serena al adversario desde un marco de respeto, y prestaron sus oídos a ese relato populista del "todo está mal", así que mejor una revolución a este aburrimiento. Y de aquellos polvos, estos lodos.