Despoblación, invierno demográfico, pirámide boca abajo, eufemismos de la jerga política con que se quiere justificar una realidad desoladora. O sea, que nuestra tierra, nuestros pueblos y nuestras gentes agonizan, en medio de una gangrena incontenible.

Probablemente no haya remedio, pues las cosas, la vida, la sociedad y la tecnología van por donde van, que no es precisamente lo nuestro, lo tradicional y lo rural, dejado hoy por la historia y la mano de Dios. Para qué hablar de los políticos, elecciones tocan, tema del que quizá nos ocuparemos otro día, si este papel nos deja, como hiciera más o menos desde hace cincuenta años, que son verdaderamente muchos.

Sea de quien fuere la culpa, el hecho es que nuestra tierra campesina y labradora se muere día a día, año tras año. O lo que es peor, generación tras generación. ¿Quién no procede de esa agricultura que fue para nosotros solar y hogar, de la que nuestros padres, abuelos y aún más allá, fueron esclavos dada la aspereza e ingratitud del clima? ¿Llueve? Quizá lo haga o no; pero el labrador siempre, normalmente para mal por lo mucho o por lo poco, qué más da, pues seguro vendrán por mayo la helada o la calorina, tendrá que mirar al cielo con resignada desesperanza.

Labrador, palabra valiente.

¿Pero es la añoranza el único futuro de nuestra tierra?