La obediencia es un valor a inculcar, sin duda. Siempre ha sido cultivada. Pensadores de todo signo y condición la han alentado a lo largo de los siglos, sin embargo, habrá que estar atentos porque su ejercicio puede alcanzar grados de irracionalidad difícilmente imaginables. Los ejemplos son incontables.

Particularmente, nunca he olvidado aquel relato del Antiguo Testamento en el que el patriarca Abraham se dispone al sacrificio de su hijo Isaac. Seguro que lo conocen. Siendo niño me horrorizaba tanto como los de aquellos seres que de noche nos hacían cerrar los ojos y escondernos bajo las sábanas, monstruos que, de común, poblaban la infancia y cuya razón de ser (lo comprendí más tarde) era perpetuar la sumisión de los pequeños.

La fórmula consistía en castigar la desobediencia con la suficiente crueldad como para que las mentes infantiles tuviesen presente en todo momento lo que habría de acontecerles si caían en tal error. "El saca mantecas", el "coco" o "el hombre del saco", eran tan malos que no tenían reparo en llevarse bajo el brazo a los rapaces que correteaban por los caminos. Yo nunca los vi. Mis amigos tampoco, es cierto, pero sabíamos de sus formas horribles y tan sólo imaginarlos producía desazón.

Han pasado los años. Los monstruos de la niñez se volvieron tiernos y en algún momento pasaron a formar parte del paisaje de la infancia, sin embargo, aquel relato permanece en mi memoria como antaño, ya digo.

Aún recuerdo la clase de Historia Sagrada en la que don Ernesto, mi primer maestro, nos narraba el pasaje en el que Abraham se dispone al sacrificio de su primogénito. Con el mismo tono monocorde con que explicaba el sistema métrico decimal aquel buen hombre contaba lo acaecido al patriarca hebreo. Lo hacía sin sollozos. Sin duelo. Sin el menor atisbo de turbación ante la abominable pretensión. La historia es de una crueldad insuperable.

Pues resulta que Dios, por probar su obediencia, pidió al patriarca Abraham que sacrificara al propio hijo. El hombre no dudó. Ni por un momento cuestionó la sorprendente petición de modo que, dispuesto a obedecer, subió con el niño a una montaña y cuando llegó a la parte alta ató sobre un altar al pequeño Isaac y puso a su alrededor la leña que durante el camino había ido recogiendo para la ofrenda. Todo estaba preparado. Sólo quedaba la ejecución y cuentan que fue entonces, con el cuchillo levantado y dispuesto a asestar el golpe mortal, cuando un ángel detuvo el brazo con voz de trueno?.

Con la pesadilla terminada, es fácil imaginar el sentimiento de culpa que le debió invadir y es probable que aquel hombre, hecho un mar de lágrimas, se fundiera con su hijo en un interminable abrazo. No sé. En cualquier caso, el Dios de la Biblia podía sentirse satisfecho con la sumisión mostrada. A pesar de la perversión que suponía, su mandamiento ni siquiera había sido cuestionado. Por el momento era suficiente, debió pensar. Ya bastaba.

Así la historia. Salvaje y brutal aunque mi maestro la contara sin exteriorizar horror, un gesto al menos de sorpresa ante tamaña perversidad. No era consciente de lo que decía, de otra forma al bueno de don Ernesto se le hubiese quebrado la voz en la garganta.

No sé a ustedes, pero a mí me produce desasosiego el enfermizo culto a la obediencia que el relato bíblico supone y es que, por más que lo intento, no encuentro sentido al mandato divino. ¡A cuento de qué tanto dolor! La historia es de una crueldad inaudita, sin embargo, habrá que ser cautos en su valoración porque, por increíble que parezca, no todos la condenan. Algunos, incluso, la defienden de forma acalorada.

Son, en este caso, hombres doctos. Gente que ha sido entrenada durante siglos para el debate dialéctico y sus razones tendrá para hacerlo pero es obligado reconocer que el suceso, desde los Tres Árboles al menos, resulta agobiante. Desconcertante, un Dios tan caprichoso y cruel.