Las sociedades desarrolladas cada vez están más envejecidas. No solo porque hay cada vez menos nacimientos (el crecimiento vegetativo es negativo), sino que la calidad de vida ha mejorado a tales niveles que ha provocado que haya subido la esperanza de vida de manera muy llamativa. Desde que las personas se jubilan, a partir de los tradicionales 65 años, hasta que fallecen por causas naturales, transcurren más de dos décadas enteras, si no más. No hay duda de que este salto a la tercera edad marca un nuevo estadio de la vida. Se pasa de formar parte de la considerada población activa a la inactiva, aunque este concepto puede llevar a un error de apreciación. Pertenecer a ese segmento de la sociedad que ya no trabaja no implica, en términos económicos, limitarse a ser una carga, y en términos sociales a ser dependiente.

Aunque es verdad que el presupuesto de los servicios públicos ha aumentado de forma considerable debido a que hay mayor demanda de expertos en salud, centros dedicados a la atención sanitaria, residencias, además de tener que incrementarse el presupuesto dedicado a las pensiones, todo ello implica, a su vez, nuevos puestos de trabajo y consumo.

Los pensionistas se han convertido en una parte cada vez más nutrida de la sociedad, más visible y no necesariamente resignada. La bucólica imagen de venerables ancianos sentados en los bancos de los parques bajo un sol otoñal, leyendo el periódico y paseando, sin preocupaciones, ni nada que hacer, es tan falsa como una moneda de dos caras.

Actualmente, los pensionistas son abuelos, por lo tanto, cuidan de sus nietos, otros siguen trabajando o colaborando con sus empresas o se mantienen activos, cursando estudios, iniciando carreras universitarias que siempre quisieron cumplimentar, viajando, colaborando con ONGs u otras asociaciones, participando de coloquios, debates o escribiendo.

En fin, todo lo que a uno se le pueda ocurrir. Siguen siendo, además, seres de carne y hueso, que aman, sienten, se enamoran y que practican el sexo. Se movilizan en defensa de sus derechos y protestan cuando consideran que son de algún modo afectados. Claro que no todos los aspectos que describen a este sector de la población son positivos, también los hay negativos, es una franja de población vulnerable a la pobreza (cuando las pensiones son bajas), a la soledad y a la marginalidad, así como, desgraciadamente, al maltrato.

Llegar a esa tercera edad no es bueno ni malo, tan solo hay que desterrar ciertos clichés y estereotipos, abordarlo como un estadio más de la existencia humana cuyo fin es diferente, pero que ha de vivirse con un mínimo de garantías. Es verdad que es una etapa que viene marcada por una serie de enfermedades incurables, desde que el reloj biológico se va apagando, fallan las fuerzas, los huesos se vuelven más quebradizos y uno se vuelve más torpe física e intelectualmente, por lo que necesita de cierta ayuda y asistencia. En los casos más graves, aparece la demencia senil o el Alzheimer. Pero ser un hombre y una mujer madura no significa no poder seguir haciendo deporte (a su ritmo, se entiende), no desarrollar diversas actividades lúcidas e intelectuales, al contrario, es uno de los sectores más dinámicos e inquietos. Y, por supuesto, el cine se ha fijado en ellos. Lo ha hecho siempre, aunque no con papeles tan protagonistas. Ahora sí, actualmente se nos presenta como un grupo social que interesa retratar para saber de él y comprenderlo, a través de miradas suaves, dulces y paternales, otras, en cambio, más descarnadas y duras, porque tampoco debemos olvidar que la vida cobra tales rasgos.

Habría que recordar aquel magnífico retrato del conflicto intergeneracional que se nos muestra en El estanque dorado (1981, USA), de Mark Rydell. El hermoso y poético drama de El hijo de la novia (2001, Argentina), de Juan José Campanella, o la agridulce Nebraska (2013, USA), de Alexander Payne, y la dura Amor (2012, Austria), de Michael Haneke, que nos hablan del deterioro cognitivo. También se muestra el mundo de las residencias de ancianos y la rebeldía de los ancianos de aceptar resignados su final como tan bien se ilustra en el filme animado Arrugas (2011, España), de Ignacio Ferrera, y en Vivir sin parar (2013, Alemania), de Kilian Riedhof.

Tampoco podemos pasar por alto esos aspectos que pueden aportar la madurez y la experiencia en el trabajo, como sucede en El becario (2015, USA), de Nancy Meyers, los viejos no dejan de ser útiles porque se jubilan. O ya lo importante que resulta la memoria testimonial para recordarnos ciertos hechos que ellos vivieron y que son una lección a aprender en el presente en filmes como Para que no me olvides (2005, España), de Patricia Ferreira, o La profesora de Historia (2014, Francia), de Marie-Castille Mention-Schaar.

También historias de superación y de vitalismo otoñal como, sin duda, se ha reflejado de forma tan cándida y brillante en la película animada Up (2009, USA), de Pete Docter y Bob Peterson, Una historia verdadera (1999, USA), de David Lean, y Ahora o nunca (2007, USA), de Rob Reiner. También están las historias en las que los mayores buscan seguir divirtiéndose y abriéndose a nuevas relaciones como en Plan en las Vegas (2013, USA), de Jon Turteltaub, porque el sexo no es tabú para ellos. Pues esta etapa no debe verse solo como un punto y final sin más alicientes que llegar lo más rápidamente a este tránsito, sino lleno de riqueza social como tan bien se vislumbra en Una canción para Marion (2012, Reino Unido), de Paul Andrew Williams, donde la música cobra una importancia central a la hora de hacernos valorar que el espíritu de los ancianos es igual de jovial, o puede serlo, que el de los jóvenes.

Desde luego, podemos encontrar muchos más filmes y temáticas vinculadas a una tercera edad que viven no solo una época dorada en el cine, sino que desvela que nuestros mayores siguen bien vivos, con problemas y afecciones, pero también con sus inquietudes, y un deseo todavía inagotable de actuar, vivir, amar y, sobre todo, de seguir sumando experiencias.