Los profetas en el mundo judeocristiano tuvieron siempre la misión de intermediar entre el hombre y Dios para anunciar a aquel los mensajes recibidos en su interior por este. Un profeta, por lo tanto, es un mensajero de Dios. Solían sufrir largos e intensos conflictos internos, hasta que aceptaban la tarea y se sometían al "Espíritu de Dios" que resonaba en su interior. Una vez que aceptaban su misión, dedicaban su vida a la predicación llevando una vida austera de acuerdo con los Mandamientos de Dios. Nunca fue fácil desempeñar esta tarea puesto que los profetas eran despreciados y su mensaje ignorado. A pesar de todo no desistieron de ser predicadores del Altísimo y gracias a su actitud Israel guardó su religión y fe, manteniéndose firme en medio de la idolatría. Dentro del cristianismo, Juan el Bautista es considerado el último profeta precediendo a Jesús de Nazaret, quien, además de sus otros títulos (Mesías, Salvador, Hijo de Dios, etc.), es a su vez considerado el mayor Profeta.