El 30 de julio de 2017 publiqué en estas mismas páginas la columna "Habla Venezuela", escrita el día anterior desde la terraza con vistas al mar de la habitación 508 de un hospital de Salamanca, en vísperas de elecciones en Venezuela.

Vuelvo a hacer mías cada una de las palabras allí agrupadas, sobre un país magnífico, con una gente noble y espléndida, pleno de los más valiosos recursos minerales, agrícolas y medioambientales. Un país llamado a liderar el turismo y la economía de su continente y a mantener un papel preponderante en la aldea global que hoy, más que nunca, es el mundo. Un país, sin embargo, en el que el comunismo versión populista, la demagogia, el totalitarismo, la ineficacia y el latrocinio, han conformado una mezcla capaz de envenenar, corroer y destruir cualquier entorno en la que se deje fermentar. Un país en el que el idealismo de muchos ciudadanos y funcionarios públicos ha servido de tapadera o trampantojo durante demasiado tiempo para la corrupción de los sátrapas que han generado la miseria material y moral en la que con los años se ha ahogado Venezuela.

Hace tres años estuve en Caracas por última vez. Un viaje relámpago para una estancia de apenas 24 horas en la que pude comprobar de primera mano la irreversible caída. La habitación de un modesto hotel por la que en caso de hacerlo con tarjeta de crédito, al cambio oficial se pagaba el equivalente a 500 dólares, costaba menos de 50 si el pago era en efectivo con dólar o euro. Menos incluso si el cambio de divisas se hacía fuera del conducto oficial con un particular (o con los propios policías del aeropuerto). Si en mis anteriores viajes aún había hablado con taxistas -los menos- que defendían el régimen, en ese último no encontré a ninguno. Las tiendas vacías de productos de consumo y el trapicheo callejero en puestos de comida y algunos enseres de primera necesidad eran los escasos restos de actividad comercial que quedaban.

Cené con un funcionario público que me mostró cómo hasta los altos cargos de la administración funcionaban en su día a día con una aplicación de móvil "mydolar" para conocer en cada momento el tipo de conversión dólar-bolívar que regía en el mercado negro, que ya en ese momento, como ahora, era el único mercado de cambio de divisas realmente existente. Al día siguiente me reuní con el presidente de la segunda mayor empresa pública del país (solo superada por la monopolística petrolera Pdvesa), quien solo pudo manifestar su impotencia, adjetivada con su fe en el espíritu revolucionario de Simón Bolívar y el difunto Chávez, ni siquiera incluyó al presidente Maduro.

Hoy el pueblo de Venezuela no habla, aun con miedo ya grita y debemos escucharlo y respaldarlo cuando -termino esta como aquella otra columna-, toma la palabra para reconquistar su destino y defenderse de quienes se han apropiado indebidamente de las esperanzas, ilusiones y recursos de su nación y del uso mismo de la palabra pueblo. Ánimo y suerte, hermanos.

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