Como suele suceder, en todo conflicto laboral conviene escuchar a todas las partes y analizar desde el sosiego las diferentes posturas para entender las reivindicaciones de cada cual y saber por qué se está fastidiando a los ciudadanos. El protagonizado estos días por los taxistas de Madrid y Barcelona en relación a las licencias de VTC (vehículos de transporte concertado) ha puesto sobre la mesa no solo la falta de agilidad administrativa, sino también el serio riesgo de enconamiento que estas protestas pueden suscitar con el consiguiente perjuicio general. Se trata de un servicio de transporte público y, por esa misma razón, la sensibilidad y las consecuencias son mayores que en otros conflictos. Dicho esto, en éste, todas y cada una de las partes tienen su responsabilidad, porque el Gobierno, consciente de la patata caliente que era, dio en su día una patada hacia delante al traspasar las decisiones y las regulaciones a las comunidades autónomas y a los ayuntamientos, lo que evidencia la incoherencia de aplicar distintas regulaciones en función del territorio o la ciudad donde se viva.

Los taxistas tienen razón en el fondo de una amplia parte de sus reivindicaciones, pero no así en las formas. Su queja sobre el incumplimiento del número de licencias VTC (una por cada 30 taxis) es evidente, al igual que el exceso normativo que este sector tiene en relación a su competidores. Pero más allá de la tabla reivindicativa, y cuya defensa es hasta entendible, el conflicto hunde sus raíces, una vez más, en la falta de adaptación que sufren muchos negocios abocados a una irrefrenable reconversión. Sucedió con el pequeño comercio con la llegada de las grandes superficies, lo estamos viendo ahora con la minería y no son pocas actividades profesionales las que están sufriéndolo a pleno pulmón con la imparable incorporación de las TIC e Internet. En el sector del transporte sucede ya otro tanto, porque al final será la demanda del gran público la que determine a corto o medio plazo la salida a las actuales desavenencias. Seamos francos, para los taxistas ya no es solo el daño que pueda producirles la pérdida de una importante cuota de mercado, sino también la merma en el valor de su activo que ha sido siempre la especulación permitida por la venta de licencias sin control administrativo. Subyace, por tanto, esa falta de previsión para establecer un periodo transitorio que apaciguara los exaltados ánimos de un sector que es vital para la vida ciudadana, quizá estableciendo la transmisión de licencias a coste o una subrogación de las mismas por razones de parentesco de primer grado.

Lo cierto es que en un mercado libre no caben ya este tipo de oligarquías. Más bien se impone la intervención de la administración como garante de un servicio de utilidad pública en igualdad de derechos y deberes. Y lo mismo ocurre con otras actividades profesionales en las que el Estado debería ceñirse a esa labor de arbitraje, ejerciendo la vigilancia del cumplimiento de la ley sin imposiciones en un contexto donde la liberalización económica es, sobre el papel, aún una quimera. Léase la apertura de farmacias, de estancos o de notarías, por poner solo tres ejemplos.

Por ello aquí muchos tienen que purgar sus penas, a sabiendas de que el mundo es cada vez más global y avanza a golpe de tecnología y aplicaciones digitales.