Este es uno de los lemas más repetidos de los chalecos amarillos. Un lema que parte de los orígenes del movimiento, contra la subida del diésel, el combustible más utilizado para sus desplazamientos por los que no viven en las grandes ciudades y por los trabajadores en general. Cuando un ministro ofreció, como contrapartida, mejorar la frecuencia del Metro, los habitantes de los pueblos fueron a la capital y le metieron fuego. Lo mismo que haríamos aquí si no estuviésemos anestesiados, seguramente.

El lema es profundamente insolidario y profundamente antiecológico, pero creo que es importante echarle un vistazo, porque delata un mal que nos afectará a todos, y muy pronto: el desprestigio del movimiento en favor del medioambiente.

¿Y de dónde viene este desprestigio, fundamentalmente?

De su enconada manía de golpear a los más pobres, y de hacerlo selectivamente. Veamos algunos ejemplos, para reflexionar.

-Hay que acabar con las centrales térmicas, cerrando las minas de carbón. Vale. Sí, pero sólo con las centrales térmicas de interior que utilizan carbón nacional. Las cercanas a la costa, que pueden abastecerse con carbón importado, esas quedan para el final y todos callan como lelos. Los mineros a casa, y las chimeneas echando humo. No digo que les falte razón, pero la gente lo ve y se cabrea.

-Denuncias mediombientales contra parques eólicos, porque perjudican al urogallo o cualquier otro ave. Desde luego, el precio disparado de la electricidad se debe a muchos otros motivos, pero esto no ayuda, y ayuda menos a los pueblos donde estos parques constituían una riqueza. Y ante todo, resulta difícil de entender la postura de querer tenerlo todo, el coche eléctrico, la energía barata, y combatir al mismo tiempo una fuente limpia y renovable de energía porque causa un daño, aunque este sea muy inferior a sus alternativas. La gente humilde, que paga, sospecha que no van en serio: ni quieren nuclear, ni minas, ni tampoco molinos de viento. Lo que quieren es jorobarnos, malician.

-Producen más plástico China y la India con sus dos mil millones de habitantes, que todo el mundo desarrollado. Produce más basura África, que no recicla, que toda Europa. Pero ellos son pobres y a los pobres se les consiente. Nos presionan a nosotros, que somos 40 millones en un país de medio millón de kilómetros cuadrados, porque presionar a los países superpoblados está feo. Para los ecologistas, la pobreza es una condición moral y ser pobre da carta blanca para hacer cualquier cosa.

-La superpoblación y la necesidad de alimentar esas masas humanas es lo que induce la deforestación, los transgénicos, la necesidad de pesticidas, la necesidad de fertilizantes sintéticos y otros muchos atentados ambientales. Hay que alimentar a 8.000 millones de personas y eso no es posible con huertos ecológicos ni patatas bio. Pero la culpa es nuestra. Los que tenemos que concienciarnos y pagar somos nosotros. Los que tenemos que apretarnos el cinturón del consumo somos nosotros, porque los pobres son inocentes, una vez más.

-Y cuando se reconoce que los países pobres manchan más, consumen más y están tras los problemas ecológicos, aún se argumenta que primero lo hicimos nosotros para lograr nuestro desarrollo y que ahora no se les puede pedir a ellos que frenen el suyo, como si cada cual tuviese su momento de ser un cerdo, y ser un cerdo formase parte de los derechos humanos, por riguroso turno.

Si unimos todo esto a que, a menudo, se utiliza el ecologismo para envolver el discurso anticapitalista, porque todos los males provienen del sistema, el currante que no llega a fin de mes, identifica la lucha medioambiental con lucha política, marrullerismo, intereses ocultos y factura que él tendrá que pagar.

El mejor ejemplo lo tenemos en el cobro de las bolsas de la compra, que no está mal, pero contiene una enseñanza muy perniciosa: cobramos la bolsa, que llevamos todos, pero no el envase de plástico enorme que cada pizza, unitaria, lleva; no en el envase de plástico de cada yogurt; no la lámina de plástico que separa cada mísera loncha de queso o de jamón. Cobramos la bolsa igual al que gasta dos euros para sus cositas que al que multiplica por veinte esta cantidad, porque no queremos perjudicar a la multinacional productora, ni a la gran distribuidora, sino al pobre diablo que hace la bolsa al volver del trabajo. Lo malo es la bolsita, no los cincuenta plásticos de un solo uso que contiene esa bolsita cuando se llebna.

Por eso a la gente le preocupa más el fin de mes que el fin del Mundo. Porque el fin del mundo, ese sí, y por primera vez, será para todos.