Desde que hay WhatsApp no hablamos con nadie, por lo que Íñigo Errejón es la persona a la que más hemos escuchado desde hace una semana. En el caudal de palabras milagrosamente surgidas de anatomía tan sucinta, no he localizado una reflexión que explique su salida de Podemos. Ni tampoco una prospección sobre las ventajas de colocarse extramuros del partido que creó, bajo el paraguas prepotente de un Más Madrid que parece un lema de Vox, dado el daño que el exceso de madrileñismo ha infligido al resto del país. Y estamos hablando de una mente privilegiada de la política española, con los 36 años que tenía Felipe González cuando empezó a perder elecciones en los setenta.

Si no hay riña teórica, es personal. Errejón comparte con el resto de españoles el hartazgo de los empalagosos Iglesias Montero, y se niega a compartir votos con ellos. El exdiputado desea que le quieran por sí mismo. Siempre fue el miembro de Podemos que entusiasmaba a quienes no pensaban votar a dicho partido. Ahora podrán celebrarlo sin avergonzarse de su militancia, y siempre sin necesidad de votarle. Aspira a ser un candidato para todos los públicos, con el problema de su atadura indisoluble con la formación que fundó.

John Lennon no podía abandonar los Beatles. O se quedaba o los disolvía, lo mismo vale para Simon&Garfunkel sin Paul Simon. En una nueva pirueta, Podemos expulsa la mitad de su material genético y pretende continuar como si tal cosa. No es una amputación, sino una desintegración. El odio entre los dos fundadores del partido es lo de menos, nunca superará al encono que logró amasar Guerra contra González o Aznar contra Rajoy, sin necesidad de cambiar de partido. Todavía hoy, nadie conoce a Errejón como Iglesias, que acusaba sibilino a su inseparable de peronista. En efecto, Errejón se comporta como el ser querido, a falta de aclarar para qué lo quieren.