A mediados del siglo pasado cobraron vida en España unos personajes llamados a protagonizar las más insospechadas gestas. Salieron de las linotipias de posguerra y su espacio era el cómic. Una mágica combinación de dibujos e historietas que tenía la virtud de transformar momentáneamente la realidad más inmediata.

Yo era un niño entonces y la lectura de tebeos uno de mis pasatiempos preferidos. El Guerrero del Antifaz, El Jabato o El Corsario de Hierro formaban parte, entre otros, de aquel mundo fascinante pero por encima de todos estaba El Capitán Trueno, un caballero español al servicio de la Cruz espada en mano.

Recuerdo sus enfrentamientos con Saladino, el malvado califa que no cejaba en el empeño de doblegar a la virtuosa Hispania. Tenían lugar en pueblos con nombres impronunciables y el Capitán siempre salía victorioso por más que el final se presentase incierto. En aquella peculiar cruzada, desde Córdoba a Damasco, nunca puro la Media Luna con la astucia y bravura cristianas.

Por si éstos no fueran suficientes méritos para seducirme, el capitán tenía una novia rubia y encantadora. Novios, sí, pero sólo a medias. Quiero decir que su noviazgo era un tanto especial. Tanto, que ni siquiera existía el derecho a roce. ¿La censura, tal vez? Es posible. La celebración carnal fuera del sagrado vínculo, allá por los años cincuenta, estaba estigmatizada y las viñetas del cómic no eran otra cosa que el reflejo de una sociedad mojigata y rancia.

Sin embargo, habría que ser cautos al especular sobre los modos sexuales de la pareja porque siempre viajaban juntos y en esto de la libido ya se sabe cómo la proximidad al ser amado alborota las hormonas, y eso por mucho que digan de condenación eterna. No sé. En cualquier caso, allá ellos. Lo que realmente importa ahora es que la novia del Capitán Trueno había llegado de la tierra de Thule. Un fantástico reino, imposible de precisar, más allá de los confines.

Se trataba, éste, de una especie de monarquía parlamentaria que contaba con un Consejo puramente consultivo del que formaban parte los más ancianos del lugar, hombres sabios todos ellos. Curiosamente, para merecer la condición de consejeros no necesitaban pasar por las urnas de modo que los miembros de la asamblea lo eran por derecho propio. Así. Sin más. En realidad, tampoco hacía falta ningún tipo de validación porque de lo que se trataba, sencillamente, era de asegurarles un retiro dorado.

Es curioso. Salvando las distancias, aquella turbadora asamblea vendría a ser algo así como nuestros actuales Consejos Consultivos. Ya saben. Ese órgano que teóricamente asesora a los gobiernos autonómicos.

Desconozco la conveniencia de aquel Consejo de venerables ancianos en el imaginario reino de Thule. Sí sé, en cambio, que en nuestra actual democracia los Consejos Consultivos han sido cuestionados con frecuencia. Tanto, que incluso algún Gobierno ha propuesto su desaparición.

Todas las comunidades autónomas cuentan con uno. Todas, excepto dos que los han suprimido argumentando que el Consejo de Estado, su homólogo a nivel nacional, también puede asesorar a las autonomías. Bueno, pues si esto es así, si realmente son innecesarios, ¿por qué no se eliminan en su totalidad y se ahorra al contribuyente el costo que suponen ?

Yo no lo sé. Tampoco me incumbe. De todas formas, quién me iba a decir cuando comenzaba este artículo recordando al Capitán Trueno que lo iba a terminar con los Consultivos.