¿Cómo es posible que un político cuyas cuentas en las redes sociales han sido hackeadas y decide, como reacción, darse de baja, tenga que soportar una tormenta de críticas? Me refiero a lo que le ocurrió recientemente al líder de los Verdes alemanes, Robert Habeck, quien, al igual que otros políticos, entre ellos el jefe del Estado, vio cómo un joven ciberpirata, mientras tanto detenido, divulgaba todo tipo de datos personales. Tras despedirse de las redes, Habeck reconoció haber cometido errores de los que ahora se arrepentía: por ejemplo, al comentar en un vídeo con motivo de las elecciones en dos länder alemanes que ya era hora de que llegase allí la democracia.

Pero más que culparse a sí mismo de sus tropiezos, el líder ecologista responsabilizó al medio: esas redes sociales que, como Twitter, hacen que la gente suelte lo primero que se le viene a la cabeza cuando no fomentan la agresividad y el insulto bajo el amparo del anonimato. Como dijo en su día, en famoso aforismo, el canadiense Marshall McLuhan, "el medio es el mensaje". Y ese medio moldea, condiciona a quienes lo utilizan hasta el punto de no poder con frecuencia éstos controlar sus impulsos.

Es lo que ocurre con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, adicto a Twitter, que le permite comunicarse con sus millones de seguidores sin que parezcan preocuparle lo más mínimo las idioteces, mentiras e insultos que allí continuamente vierte.

Habeck, que nada tiene que ver con Trump -es un intelectual, se doctoró en filosofía con una tesis sobre la estética literaria y es además autor de varios libros- parece haber visto de pronto al diablo en las redes sociales. Lo que le llevó a expresar en un blog su disgusto por el hecho de que las conversaciones más personales con su familia hubiesen llegado a la prensa, sobre todo la más de derechista.

La reacción de Habeck de darse de baja de Twitter por considerar que contribuye a fomentar, además del insulto y la división social, una fatal tendencia a lo superficial y anecdótico, ha recibido todo tipo de críticas y no sólo entre los internautas. Consideran muchos que un político debe tener mayor capacidad de aguante y que el gesto infantil de culpar al mensajero permite dudar de su idoneidad para las tareas de gobierno.

Pero, habría que preguntarse, ¿es tal la presión actual de las redes sociales sobre quienes forman parte de la vida pública que una renuncia a seguir utilizándolas se ve como un gesto de debilidad, una vergonzosa claudicación en lugar de lo que a uno al menos le parece una feliz liberación?

Cuando vemos a Trump disparar sus tuits contra inmigrantes y demócratas, acusando a los primeros de narcotraficantes y delincuentes y a los segundos, de ampararlos, habría que darle la razón al líder de los Verdes y animar a otros a seguir su ejemplo.