El amigo (es un decir, claro) Donald Trump anda empeñado en construir un muro entre Estados Unidos y México. Un muro para separar la decencia, que vive al norte de río Grande, de la maldad, que llega de abajo en forma de narcotrafiantes, chorizos, asesinos en serie y demás bazofia humana. Un muro para, como dirían en mi pueblo, separar el grano de la paja, es decir, lo que importa de lo que es prescindible, sabiendo, sin embargo, que tanto el grano como la paja son indispensables en la alimentación de los animales. Por lo que parece, el amigo (es un decir, repito) Trump quiere salirse con la suya y no parará hasta que vea cumplido el sueño de su vida, un sueño fabricado por una legión de cerebros que desconocen cómo de importantes y útiles son los contactos y los abrazos entre las personas, indistintamente de que procedan de aquí o de allá. Desde la ingenuidad que me caracteriza, espero que el sueño trumpiano se esfume cuando la racionalidad y la cordura regresen al país más poderoso del mundo. Y si tarda, que aprendan de nosotros.

Por ejemplo, no estaría mal que el amigo (entiendan bien, insisto) Trump recibiera una invitación de algún representante político o dirigente de alguna asociación de la Raya para que venga a conocer uno de esos lugares míticos que, aunque apartado de los ejes de la geopolítica mundial, ha sabido desafiar los muros, las fronteras y las barreras físicas que los humanos, en nuestra sinrazón, nos empeñamos en construir de vez en cuando. Me refiero a ese rincón fronterizo de Rihonor de Castilla, en España, y Rio de Onor, en Portugal. Dos localidades maravillosas que han hecho mucho más por la integración y la convivencia europea que esa legión de reglamentos, normas, planes de desarrollo y otras mandangas que llegan desde Bruselas y que, ¡mucho ojo!, han contribuido a que el viejo continente siga siendo un lugar atractivo donde residir, trabajar y, en definitiva, vivir. Invitemos al amigo (caray, qué pesado me estoy poniendo) Trump y que compruebe con sus ojos cuánto se puede hacer por la convivencia entre los pueblos y con qué poquito.

¡Qué cortos y limitados somos a veces los humanos! Nos empeñamos en levantar vallas, trazar lindes, diseñar muros y construir fronteras que nos impiden gozar de los saberes y conocimientos, las fiestas y tradiciones, las creencias, ritos y epopeyas de quienes viven enfrente de nosotros, al otro lado de esas líneas, reales pero también imaginarias, que hemos dibujado. Porque para gozar de los otros es necesario compartir espacios de convivencia y lugares comunes donde mirarse a la cara, sin miedos y sin complejos. No obstante, de la polémica sobre las intenciones del amigo (es un decir, ¿vale?) Trump no me preocupa tanto lo que sale por su boca sino, de manera muy especial, que el sueño del 45 presidente de los Estados Unidos sea compartido por muchas más personas de las que pensamos. Personas que no solo viven en el país donde supuestamente los sueños casi siempre se pueden hacer realidad, sino junto a nosotros, pensando que también aquí vivirían muchísimo mejor si dedicáramos algunos millones de euros en levantar algunos muros.