Antes de escritor me considero lector y, si soy lector, es por culpa de Luis González. Después de ciento dieciocho años anuncia el cierre de su legendaria Librería Semuret, uno de los pilares de la cultura zamorana, dejándonos demasiado tristes. He pasado horas, incontables, entre los anaqueles de ese local emblemático y nunca tuve la sensación de perder el tiempo. Tampoco el dinero. Me consideraba un buen cliente y estoy seguro de que parte de su casa está construida sobre la fracción de la paga adolescente que, en lugar de cerveza, invertía en libros.

Allí descubrí a Claudio Rodríguez y a Bukowski (gracias infinitas, querido Julio). Allí aprendí la importancia de apoyar a las pequeñas librerías y a las, todavía más pequeñas, editoriales independientes. Sabía de antemano que la mayoría de mis peticiones no formaban parte del catálogo de Semuret y, sin embargo, no me importaba esperar unos días a que me trajeran el libro que deseaba. La prisa y la lectura son antagonistas, aunque Amazon se empeñe en lo contrario. Por difícil que pareciera la misión, Luis aceptaba el reto y cumplía con su palabra. A veces, para quedarse un par de euros en una transacción ruinosa, pero qué importaba cuando el intercambio trataba sobre Cultura.

Observo la estantería de mi casa y me siento huérfano. La mayoría de los libros que decoran la habitación azul han llegado a ella desde su librería. La colección de poesía de la desaparecida DVD Ediciones o el celebrado catálogo de La bella Varsovia. Las Hojas de hierba de Walt Whitman (Visor) o el Proyecto Nocilla (primero en Candaya, después en Alfaguara) de Agustín Fernández Mallo. Las primeras novelas de los escritores que hoy toman las listas de más vendidos, cuando publicaban en sellos alejados de los grandes focos, como Manuel Vilas. De allí salió Bella Durmiente (Hiperión), de Miriam Reyes o Tuscumbia (Harpo Libros), de Lola Nieto. Algo que declarar (Bartleby Editores) de David González o Fred, cabeza de vaca (Sexto Piso) de Vicente Luis Mora. Y los libros de Tusquets, El Gaviero, Delirio, Seix Barral, Sloper o La uña rota. En otras librerías ponían caras raras -no las culpo en absoluto-, pero en Semuret se convertían en fechas de entrega y chascarrillos, porque el sentido del humor, también, era marca de la casa.

Fue en Semuret donde descubrí que quería ser escritor. Quería publicar mis textos por el simple hecho de que mi nombre figurara en aquellas estanterías. Nunca soñé con que mis libros se vendieran en grandes plataformas o en librerías de otras capitales. Mi humilde sueño era otro: quería compartir espacio con escritores zamoranos a los que admiraba desde lejos aunque, con el tiempo, los pude admirar desde más cerca. Escritores nacidos aquí con un denominador común: todos amábamos la Librería Semuret. Y pienso, entre otros, en José Ángel Barrueco y Mario Crespo. En Enrique Llamas y en Jesús Hilario Tundidor. En Waldo Santos y en Juan Manuel Rodríguez Tobal. En Jesús Losada y en Tomás Sánchez Santiago. En Luis Ramos o en Maeve Ratón. Admiración que ha crecido hasta convertirse, en muchos casos, en profunda amistad y respeto.

Echaré de menos Semuret, como tantos lectores que crecimos sobre la cerámica modernista de la librería. Echaré de menos su significado, su apuesta por la cultura popular y tradicional de la provincia. Echaré de menos su legado, su imagen en el exterior, porque Luis y su librería eran auténticos embajadores de Zamora allá donde fueras. Cualquiera que tenga un mínimo de relación con el mundo de la literatura conoce este espacio de libertad y cultura. Era mucho más que una librería. Era un hogar. Un icono en una tierra no sobrada de ellos.

Luis puede jubilarse con la conciencia tranquila, que ya es hora. Su trabajo y dedicación permanecerán en nuestro recuerdo y todo lo que aprendimos en el esquinazo de Ramos Carrión nos servirá para resistir en estos tiempos difíciles. Sólo tengo palabras de agradecimiento y cariño. Si hoy puedo publicar este artículo en un medio como este es, también, gracias a él y a su apoyo incondicional. Semuret siempre tuvo las puertas abiertas para todo tipo de lectores, de cualquier edad. Y esa cantera es nuestra esperanza para el futuro.

Ahora que están tan de moda los gimnasios alguien tendrá que tomar el testigo para completar el dicho de mens sana in corpore sano. Ojalá surja una persona que retome el inmenso legado de Semuret y mantenga abiertas las mentes de una ciudad cada vez más dormida. Ojalá aparezca otra salvadora como sucedió, hace unos meses, cuando Clara se hizo cargo de la también mítica Librería Miguel Núñez (hoy Librería Octubre). El cierre de una librería siempre es una derrota. Quien venga, que cuente desde ya con un lector. El primero de muchos.