Cuando el cupo de votantes contra el sistema parecía ya cubierto con Podemos, acaba de nacer por la banda de enfrente otra clientela que compra con gusto la idea de tumbar las autonomías, las leyes que protegen a la mujer, la entrada de inmigrantes y, en general, el llamado "régimen del 78". También los extremosos de Vox quieren quitarle páginas a la actual Constitución hasta dejarla en cueros. Y eso que, de momento, solo cuentan con 12 parlamentarios regionales.

Si el número de electores antisistema sigue creciendo por los dos extremos, podría ocurrir que la gente del sistema (el democrático; no el decimal) pasara a ser una minoría, con el prestigio social que eso da.

Lo que se lleva desde hace varias temporadas en las pasarelas de la política es el iconoclasta que prefiere gritar a hablar con sosiego. El líder providencial que promete arreglarlo todo en dos patadas y, ya se reclame de izquierdas o de derechas, acaba siempre por evocar nostalgias de la guerra civil. Unos para ganarla o al menos empatarla en la prórroga y los otros para armarla de nuevo.

Inquieta aún más que eso el hecho de que sus prédicas empiecen a ganar adeptos entre los electores que durante décadas se habían limitado a escoger entre un partido conservador de izquierdas y otro de derechas. Sorprende tal actitud en una sociedad de hábitos nada revolucionarios que, sin embargo, parece haberse descubierto una hasta ahora ignorada vena antisistema a la hora de votar.

Quizá esos electores no sean conscientes de estar apoyando a unos líderes que proponen verdaderas enmiendas a la totalidad del sistema democrático para sustituirlo por fórmulas ya fracasadas el pasado siglo. Pero alguna explicación habrá.

Podría ocurrir, por ejemplo, que la democracia les parezca un sistema aburrido y algo rutinario, como en su día hizo notar Winston Churchill, gran proveedor de frases para el mármol. Sostenía el obeso premier británico que la democracia consiste, simplemente, en que, si llaman a la puerta a las 6 de la mañana, el ciudadano la abrirá sin miedo alguno, confiado en que a lo sumo será el lechero. Aunque ya no haya reparto domiciliario de leche.

Curiosamente, el régimen del que abominan, por corrupto y desigual, los amantes de las emociones fuertes, le ha cambiado de forma radical la cara a España en poco más de cuarenta años. La democracia, que nació en circunstancias atípicas y durante un tiempo estuvo bajo la indisimulada tutela de los militares, salió milagrosamente adelante, no sin tener que sobrevivir a un golpe de Estado y a una larga insurgencia terrorista.

El caso es que, cuatro décadas después, este país que maltrataba a los animales y privaba de derechos a las señoras, se ha convertido en uno de los más avanzados del mundo y, no por casualidad, es el que proporciona a sus ciudadanos la segunda mayor esperanza de vida del planeta.

Nada de eso parece importar a quienes votan a partidos misóginos y xenófobos como si quisieran dar marcha atrás a las agujas del reloj de la Historia. Se conoce que se aburren, que les va la marcha o ambas cosas a la vez; pero, cualquiera que sea el motivo, aquí ya empieza a no caber un antisistema más. Mejor será prepararse para el susto de las próximas elecciones. Camino de la minoría, los demócratas empezamos a mirar con nostalgia a los suizos, tan aburridos.