Así se les conoce en el mundo de la farándula, como actores, cómicos o intérpretes: tres acepciones distintas y un mismo artista verdadero, ese que toma cuerpo, cada dos por tres, en otras personas, y llega a vivir historias que no son la suya, a gozar de riquezas de las que no dispone, a acostarse con alguien que en la vida real no le corresponde, a materializar maldades que le llevarían a la cárcel, o a gozar de un poder con el que, ni de lejos, podría llegar a soñar. Y es que, durante un tiempo, más o menos largo, esos profesionales llegan a tener cuerpo de dictador como Napoleón, o de esclavos como Espartaco, o de monarcas como la Reina Isabel I de Inglaterra, o dulces personajes como la Gelsomina de la Strada que, interpretado por Giulietta Masina, llegó a catapultar a Fellini hasta lo más alto del mundo del cine. Es lo que tiene de bueno esa profesión, que permite tener cuerpo de asesino sin dejar remordimientos de conciencia, o de héroe de la Roma Imperial sin haber pisado nunca la península italiana, o de prostituta siendo una ejemplar madre de familia.

Así han ido pasando actores y actrices que lo han sido todo en el arte del cine o del teatro, dejando huella de su buen hacer, de haber hecho vivir a otros historias de pasiones o de enfrentamientos, sin correr riesgo alguno, puesto que, tanto en el cine como en el teatro, las butacas desde donde vemos el espectáculo no forman parte del argumento, por mucho que quisiera demostrar lo contrario Woody Allen en "La rosa purpura de El Cairo", cuando el héroe traspasaba la cuarta pared para enamorar a Mia Farrow. Así, actores españoles, como Adolfo Marsillach, Fernando Fernán Gómez, José Luis Gómez, Nuria Espert o Concha Velasco, nos han ido dejando un sin fin de emociones al haber penetrado en el alma de determinados personajes que, cuando vuelven a nuestro recuerdo, lo hacen con su rostro y son su cuerpo. Ahí quedan la Yerma, El tartufo, Mariana Pineda y tantos otros que solo nos los imaginamos interpretados por determinados actores. Claro que, de no haber existido secundarios de gran nivel, como Agustín González, José María Prada o Terele Pávez aquellos no hubieran llegado a brillar de aquella manera.

Y la historia continúa, brillando unos más que otros, bien por su talento o porque alguien les ha brindado la oportunidad de demostrar lo que son capaces de hacer. De manera que esos secundarios, tan buenos como los protagonistas, contribuyen a que las historias puedan ser vividas por el público que asiste al espectáculo como si se encontrara dentro del escenario. Entre esos secundarios, hay uno al que se le ha dado la oportunidad de hacerlo como primer actor, y lo ha aprovechado con creces, y es por ello, por lo que merece ser citado, y dentro de poco recordado, cuyo nombre es Pablo Derqui, que tiene una trayectoria profesional que pasa por el cine, el teatro y las series televisivas, pero que - al menos a mí - me había pasado desapercibido.

Ahora se encuentra haciendo, en el "María Guerrero" de Madrid, el "Calígula" que escribiera el premio Nobel Albert Camus en 1939 - en plena efervescencia del fascismo - y está bordando una interpretación que casi raya en lo genial, acercando a lo divino el magnífico texto del filósofo absurdista francés. De ello pueden dar buena prueba otras ciudades, incluido el Festival de Mérida, por donde ya ha pasado esta función. Cosa distinta es la discutible dirección y puesta en escena que ha dispuesto Mario Gas. Pero eso ya sería otra historia.

Cierto que en el pasado también hubo buenas interpretaciones de este déspota personaje - que en un momento de la función llega a decir que "gobernar es robar, y todo el mundo lo sabe" - como Rodero, Arias, o Merlo, dirigidos por Tamayo, pero ésta, la que ahora se está representando, quizás por su proximidad, está dejando más huella en los espectadores, aunque también pueda ser, porque Pablo Derqui - que procede de la escuela catalana - resulta poco conocido fuera de su tierra y precisamente por eso ayuda a verlo sin apenas referencias, sin encasillamientos, ni tampoco con prejuicios, lo que hace más creíble a ese Calígula que sufre, piensa y actúa solamente en función de lo que cree.

De vez en cuando surge un actor de los que marcan historia, y éste puede llegar a ser uno de ellos, al menos por lo que ha dejado ver a través de la figura de ese dictador que, abusando del autoritarismo, persigue poseer la luna sin importarle llegar hasta las últimas consecuencias, incluso hasta buscar a sus propios verdugos, pues ha caído en la cuenta que nadie puede ser libre si se está en contra de todos los demás.