Los Reyes Magos no fueron reyes sino magos, aunque es muy poco lo que la historia nos permite decir de ellos con seguridad. Nuestro añorado novelista Gabriel Galmés comentaba en una de sus columnas que, a cierta edad, conviene creer en su existencia y que es despreciable quitarles a los niños esa ilusión. La vida se alimenta lógicamente de la fuerza de los mitos y de su resonancia en nosotros.

En la tradición hispánica son estas tres figuras las que renuevan el misterio de la gratuidad, pues ¿por qué motivo iban a reaparecer si no los Reyes de Oriente, año tras año, siglo tras siglo, con su desfile de regalos? Si las fuentes que sostienen la historicidad de los tres Reyes son escasas y poco fiables -el texto del Evangelio de Mateo parece tener más bien una función catequética-, su importancia en el mensaje cristiano resulta crucial: los Magos -ni siquiera sabemos todavía su número- eran paganos, seguramente seguidores de Zoroastro; astrólogos y, por tanto, versados en las antiguas profecías.

El movimiento de la estrella que los guía anuncia la llegada de un Salvador no sólo destinado a los judíos, sino a la humanidad entera. Será Tertuliano, un teólogo africano del siglo II, quien supondrá que los Magos realmente eran reyes -quizás para enfatizar esa apelación universal a los pueblos- y, muy pronto, los padres de la Iglesia considerarán que, si hubo tres regalos -oro, incienso y mirra-, tres debieron de ser también los reyes, a los cuales en el siglo VII se les pondrá nombre definitivamente: Melchor, Gaspar y Baltasar. La desmesurada afición medieval por las reliquias construyó a continuación otro relato paralelo, que sitúa en la catedral de Colonia el sarcófago dorado donde yacerían los tres monarcas, cuyos restos habría traído de Milán el emperador Federico I de Hohenstaufen, apodado Barbarroja.

La traducción casi literal de la palabra Epifanía -que así se denomina la celebración litúrgica del día de Reyes- es manifestación, revelación. El sentido resulta obvio: los Reyes Magos buscan a un dios y éste se deja encontrar en Belén. De forma alegórica, podríamos decir que la verdad se manifiesta a aquellos que la buscan -los reyes, sean del lugar que sean- y que dicha verdad además es sorprendente e inusual, porque desprecia los signos de grandeza y de poder para reducirse a la pobreza.

En el pasado siglo, una filósofa judía -Simone Weil- recalcó la trascendencia de esta idea inusual: la verdad se caracteriza por una fragilidad a menudo extrema, ya que no la acompaña el poder, ni siquiera el éxito. «Hay una alianza natural -escribirá- entre la verdad y la desgracia, porque una y otra son suplicantes mudas, eternamente condenadas a permanecer sin voz ante nosotros». En estas palabras, la tragedia va unida a una emoción particular. La verdad requiere de nosotros, de nuestra memoria, de nuestro actuar, para ser recordada y no caer en olvido. El mundo, sin duda, puede ser un lugar áspero y desagradable, doloroso y traicionero; pero existe la generosidad, el anhelo de verdad, el amor gratuito y la esperanza. Todo esto, de año en año, nos los recuerdan los Reyes Magos bajo su estrafalaria apariencia, pues el suyo es un testimonio de generosidad hacia los niños, el deseo de alcanzar una verdad que les trasciende y la esperanza en el triunfo final de la justicia.