No sonreímos a nadie como le sonreímos a la cámara frontal del móvil durante un "selfie". Es una sonrisa desmesurada, que hasta duele un poco, cruje. Elongamos un músculo desentrenado. Quienes no nos hayan visto más que en fotografía, envidiarán esa boca desbordada de felicidad. Los que nos conocen en persona, atribuirán la alegría hiperbólica al estado vacacional en el que se tomó el autorretrato.

No queremos nada como queremos al destino de nuestras maletas. Las ciudades de visita son el Edén. Tienen que serlo, hemos apostado en ellas nuestros ahorros y nuestro limitado tiempo libre. Han sido durante meses la ilusión de nuestra agenda, una nota de color en el gris del trabajo, el dentista y la revisión del coche.

Nos entregamos. Llegamos a Londres, a París, a Nueva York y, de repente, no podemos vivir sin el teatro, sin las tiendas exclusivas, sin los puentes al anochecer. De viaje, se nos quita hasta la pereza. Madrugamos sin ningún trabajo al que culpar y caminamos como si nos pagaran por mapear hasta la última esquina de la ciudad. Tenemos que verlo todo.

Hacemos los deberes como nunca. Asumimos como verdad universal lo que dicen la Lonely Planet, TripAdvisor y la compañera de trabajo que ya fue. Nos indican hasta el espacio cuadrado exacto donde hacernos la fotografía con el monumento millones de veces retratado: una igual a millones de otras. De viaje, nos vuelve hasta la paciencia. Tomamos las que hagan falta, le debemos a nuestro Instagram la instantánea idílica.

Desayunamos. El resto del año, salimos de casa con un café o sin nada en el estómago, pero de turistas se nos abre hasta el apetito matinal. No perdonamos los huevos revueltos, ni el zumo, ni las tostadas con mermelada. Son días especiales, tienen que serlo: hemos invertido nuestros ahorros y nuestro limitado tiempo libre. Estamos en la ilusión de nuestra agenda, la nota de color en el gris del trabajo, el dentista y la revisión del coche es ahora.

Lo queremos saber todo. Nos apuntamos a "free tours" para que le pongan contexto a lo que estamos viendo. Nos dan dos pinceladas de cada punto de interés y nos sentimos ya expertos. No sabemos en qué año se construyó el edificio en el que vivimos los otros 345 días, pero de la ciudad de visita nos interesa todo. La magia de la novedad, el impulso por retener lo que sabemos fugaz.

Nos volvemos hiperactivos. En nuestra ciudad, nos permitimos pasar varios días seguidos sin pena ni gloria. Como si ese tiempo no se midiera igual que el tiempo de vacaciones. Como si no contara. De viaje, vivimos más conscientes. Aprovechar los días es una obligación. Nos empeñamos en que sea memorable. Un lunes de vacaciones no es un lunes.

Cómo sería nuestra vida no vacacional si la quisiéramos con amor turista. Si recordáramos que en nuestra ciudad también hay teatros y puentes sobre los que anochece cada día. Si descubriéramos que al trabajo se va de mejor humor cuando al café le acompañan unos huevos o una tostada. Si nos sacudiéramos la pereza y nos acercásemos alguna vez a leer lo que dicen las placas de nuestros monumentos.

Si le pusiéramos a la vida cotidiana un poco de esa ilusión, de ese empeño, que le ponemos a las vacaciones, quizás no tendríamos tantas ganas de irnos. Tal vez habría más color en nuestra agenda, y los días de trabajo, dentista y revisión de coche saldrían del gris asumido.

A 5 de enero, ya nos lo hemos deseado todo para este 2019. No queda nada que no se haya dicho en esos mensajes repetidos del WhatsApp (que alguien borre el "reenviado" al menos). Mi deseo para ustedes es que quieran todos los lunes de este año, todos los días de lluvia, todas las nieblas, con amor turista. Que sonrían más a menudo como le sonreímos a la cámara frontal del móvil durante un "selfie".