Hace cincuenta años, con ese deseo de los niños por, en su ignorancia, ser mayores, entré en casa de mis padres muy ufano y solté ya sé quiénes son los Reyes Magos. Se hizo el silencio y mis padres me miraron en lo que yo interpreté como, date, que he crecido de golpe. Pero no. Mi madre despachó el tema con un anda, anda, con la tontería, pero mi padre, hombre castellano y serio, pero que amaba profundamente en los adentros, me puso una mano en el hombro y me dijo, hijo, ahora ya sabes que todo en esta vida es mentira. La verdad es que en aquel momento no entendí nada y es probable que incluso ahora tampoco, sobre todo por aquello de que los hijos no damos la razón a los padres así nos maten. Sin embargo, algo de razón debía de tener mi padre, si no en la generalización de la vida sí al menos en lo que toca a la Navidad.

Reconozco que nunca me he llevado muy bien yo con estas fechas, probablemente porque nunca he sido capaz de programar la felicidad, pero a medida que he ido envejeciendo, quizá sea por eso que dice Eduardo Mendoza de que uno se hace mayor cuando se parece a su padre, mi desánimo se ha ido transformado en disgusto cuando no en incomodidad. Y ello viene de este buenismo que rodea a estas fechas, por otra parte cada vez más desnaturalizadas de su sentido religioso. Así, nos llenamos la boca, y las redes sociales, de buenos deseos, felicitaciones, recuerdos a los que no están y a los que están solos en estas fechas, propósitos de enmienda y ya puestos que reine la paz en el mundo, los palestinos se abracen a los israelíes y viceversa y los malos dejen de ser malos y los buenos lo sean aún más.

Y todo esto está muy bien, que no seré yo quien ponga ni una pega a que el mundo sea un poco más amable e incluso amoroso, pero lo que no soporto es que tan nobles deseos se concentren en unas horas como si no hubiese mañana y mañana, justo cuando se acabe esta hemorragia de buenos modos, la mayoría de a los que hemos felicitado tan efusivamente pasarán al olvido hasta el año que viene y no sabremos ni siquiera si se han muerto en el camino a la próxima Navidad, y los que no están seguirán no estando, quizá ni en nuestro recuerdo, e incluso a muchos de los que están los miraremos sin verlos, como si no estuviesen, y los que están solos seguirán un poco más solos porque tendrán un día más de soledad en su vida. Y, por supuesto, desde dejar de fumar a ser más tolerantes, nuestros propósitos de enmienda se aparcarán hasta las Navidades que vienen, o las que vendrán después, y el mundo seguirá cada vez más siendo una morgue gigantesca y ni israelíes ni palestinos harán un solo movimiento por cruzarse la mano, que no ya abrazarse, así que no es de extrañar que los malos cada vez lo sean un poco más y los buenos un poco menos.

Así que la dulce Navidad la contemplo con un cierto sabor amargo y quizás enfado por tanta falsedad vestida de traje de noche, tanto brindis sin mirarnos a los ojos y tanto beso vacío de calor. Y espero que pase, sin prisa, pero que pase para volver a la cruda realidad que al menos te permite hacer algo, si quieres, por variarla, pero donde, sobre todo, los abrazos y los besos saben a verdad.