No me sorprendo cuando leo que hace unos días un visitante de la Galería de los Uffizi, en Florencia, sufrió un infarto contemplando "El nacimiento de Venus", de Botticelli y que no es la primera vez que ocurren episodios iguales o más livianos como desvanecimientos ante la misma pintura o ante otras obras maestras del Renacimiento. La era del hombre y de la luz, de la exaltación de la belleza de lo humano, de la disposición del universo al canon del hombre. En ningún lugar en el que haya estado antes ni después he sentido con tal magnitud la fuerza y el peso de la belleza de lo humano como en Florencia.

Lo llaman síndrome de Stendhal. Así lo describe el escritor francés en su libro "Roma, Nápoles y Florencia": "Me encontraba ya en una especie de éxtasis por la idea de encontrarme en Florencia? Absorbido en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba por así decirlo. Había alcanzado ese nivel de emoción, donde se encuentran las sensaciones celestiales que dan las artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Cruz, me dio un vuelco el corazón, caminaba con el temor de caer".

Después de haber contemplado el "David" de Miguel Ángel unos pocos cientos de metros hacia el norte, en "La Academia". Tras pasar a continuación por calles, rincones e iglesias y por la catedral de Santa María del Fiore. No lejos por uno de los extremos de la casa natal de Dante Aligheri, autor de "La Divina Comedia" y solo separado de la galería de los Uffizi por la Loggia dei Lanzi y el Palazzo Vecchio. A la hora del comienzo del ocaso. Ubicado en el centro de la Plaza de la Signoria, fui girando varias veces 360 grados sobre mis pies mientras contemplaba la armonía del conjunto y de cada uno de los lados de la plaza y de todo lo que se extiende más allá por cada una de sus salidas. Mientras, pensaba en los genios que pisaron y pasaron por ese mismo y único punto del planeta que en ese instante ocupaban mis pies: Miguel Ángel, Leonardo, Rafael, Dante, Brunelleschi, Donatello, Maquiavelo, Galileo Galilei. Ejercicio místico inigualable de contemplación de la Belleza creada por el hombre.

Una fina llovizna empapaba mi pelo y mi rostro expuestos al cielo mientras mis tres acompañantes me miraban divertidas solo unos pasos más allá, protegidas por impermeables comprados a un euro en plena calle. El Renacimiento nos recordó que a la luz debemos la belleza. Yo, como entonces, sonrío al recordar la imagen que había quedado fija en la pantalla de los vigilantes de la catedral tras la entrada del hasta entonces último turno de visitantes. Sobre un vestido verde con ligero escote, el bello rostro de una mujer de ojos verdes y brillantes armonizaba con los ribetes de mármol verde de los blancos muros de Santa María del Fiore.

En aquella ocasión decidimos conscientemente no entrar en "los Uffizi" para no visitar con prisas un espacio que merecería por sí solo un nuevo viaje. Pendiente quedó. Feliz 2019, amigos.

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