"Apueste su vida" fue un desternillante concurso de la televisión americana de los años cincuenta en el que el mejor premio era su presentador, Groucho Marx.

"¿Así que tiene usted quince hijos?", preguntó Marx en cierta ocasión a una de las aspirantes al premio. "Es que amo mucho a mi marido", trató de explicarse, temerariamente, la interpelada. El presentador no pudo resistirse: "También a mí", dijo, "me gusta mucho mi puro, pero de vez en cuando me lo saco de la boca". Sorprende que estas bromas salieran en los concursos familiares de los pacatos años sesenta en América.

Muchos años después, otras gentes famosas invitan al público a apostar su vida en el juego online, aquí en España. Es de suponer que la cosecha de apostantes sea copiosa. Y que no muchos ganen el envite. A falta de un concurso -y por supuesto, de un irrepetible Groucho- los encargados de promover las apuestas recurren a las viejas técnicas del marketing. Una o varias caras conocidas animan a la clientela, tentada además a probar gratuitamente las primeras dosis del producto, por cuenta de la casa.

La fórmula recuerda mucho a la empleada por los camellos que dan a prueba otras sustancias, en este caso ilegales, para captar clientes; pero es que ya todo está inventado en el comercio.

No se trata de hacer moralina. Naturalmente, el que quiera apostarse la vida (en un sentido mucho más literal que el del concurso de Groucho) no tendrá el menor problema en buscar el casino que más le apetezca en la Red.

Pudiera llamar la atención, si acaso, que el Estado -hasta no hace mucho monopolizador del juego en España- se deje hacer la competencia con tanta facilidad y laxitud. Este es, como pudimos comprobar días atrás con la liturgia anual del Gordo, una especie de Estado de Santa Primitiva en el que las autoridades pretenden hasta el gobierno del azar mediante una Organización Nacional de Loterías y Apuestas

Ni siquiera el general Franco, que había prohibido casi todos los vicios salvo el tabaco y la bebida, se resistió a hacer una mínima excepción con el juego.

El dictador permitió las apuestas que su régimen adjetivaba como "mutuas, deportivas y benéficas" para darle una pátina de respetabilidad al asunto. Luego vino la democracia y, sobre todo, el ingreso en la UE que, como es sabido, prohíbe los monopolios: incluyendo el de los juegos de azar.

El Estado amplió su oferta con la Primitiva, la Bonoloto, el Quinigol, la Lototurf y, ya puestos a abolir fronteras continentales, la del Euromillón.

A todo ello se sumaron finalmente las casas de apuestas privadas que ahora han encontrado un prometedor nicho de negocio en las nuevas tecnologías. Basta un telefonillo móvil y un número de cuenta para que cualquiera pueda apostarse hasta la vida en los casinos online, las salas cibernéticas de póker o los partidos de la Liga.

Cobra por fin todo su sentido el título del inocente concurso que presentaba Groucho hace más de medio siglo. Nada de raro en un país como este, donde incluso la política se rige por los impredecibles lances del azar y a casi cualquiera le puede tocar en suerte la presidencia del Gobierno.