Son días de no lugares. Entre el aquí y el allí, entre la casa circunstancial y la de siempre: estaciones, autobuses, trenes, aeropuertos, aviones, shuttles. Asépticos como una terminal, desangelados como los bancos de las dársenas. Feos sin remedio como todas las estaciones de autobuses. Siempre he querido saber por qué todas las estaciones de autobuses son tan feas, nadie ha sabido explicármelo.

Lo que hacemos con estos no lugares, cómo los domesticamos, es personal. Yo escucho reguetón al despegar. En esos minutos donde se hace tan evidente lo increíble del hecho de volar, necesito música que me permita no tomármelo en serio. No voy a morir escuchando "criminal, cri-cri-minal, tu estilo, tu flow, baby, muy criminal". Me gusta volar, pero cuando no se nota.

Los que vuelan en pijama están en otro nivel. La primera vez que vi a un señor cruzando el Atlántico en pantuflas, le admiré en silencio. Sus zapatillas de Homer Simpson eran toda una declaración de intenciones: esta es mi casa hoy. Inspirada por ese arte estadounidense de la comodidad, me compré unos calcetines gordos rojos, los calcetines de volar. Y así comencé mis rituales de viaje, los rituales son domesticación. Conquista emocional de los no lugares, de los no momentos.

En un vuelo entre Los Ángeles y San Francisco, ese mismo año, al azafato se le cayó un vaso de zumo de tomate exactamente sobre mi larguísima melena de entonces y una camisa ochentera blanca recién comprada. Ese despertar con un líquido rojo frío discurriendo por frente, nariz, pómulos es uno de mis ridículos más memorables. La cara de mi prima Irene, unos asientos más atrás, cuando me vio caminando por el pasillo de esa guisa e implorando una sudadera, un poema. La escena en el baño minúsculo lavando la camisa californiana con Seven Up por instrucción de una azafata, microteatro. La camisa sigue intacta siete años después.

Desde entonces, comencé a pedir siempre zumo de tomate en los aviones. Sin hielo, sal y pimienta, por favor. Calcetines de volar, reguetón, tomato juice. En los últimos vuelos que he tomado entre Latinoamérica y España, como este desde el que escribo, solo ofrecen de naranja y piña. Me he quedado huérfana de ritual favorito. Era, además, el que más me gustaba contar a los extraños del avión. Los calcetines de volar son más comunes y para entender lo del reguetón hay que compartir un código del absurdo. No pasa siempre.

Hay no lugares y hay epítomes de no lugares. La esquina helada de un Burguer King de Barajas casi a medianoche, una puerta de embarque del aeropuerto de Ámsterdam el día de Reyes. Espacios y momentos hostiles que parecen especialmente difíciles de domesticar. Pero se puede. Es pelar el papel de aluminio de un bocadillo de barra, y sentirse un poco en casa. El olor del lomo, de los pimientos, de una tortilla con chichas anunciándose mientras participas de ese baile coral de anónimos que es ya el control de seguridad aeroportuario. Un olor que dice: en breve esto se pondrá mejor.

El no lugar que me intimida más es la fila eterna de inmigración. La primera vez que hice una de esas dimensiones en Washington, me leí entero el Historias de Nueva York de Enric González. Yo, como Rory Gilmore, siempre procuro llevar un libro conmigo. Soy milenial, muy escasa tolerancia al aburrimiento. El libro no te falla nunca. Con un libro, un no lugar puede convertirse en una oportunidad casi única: el tiempo, el espacio y la desconexión necesarios para poder volver a leer de corrido, durante horas, que es como aprendimos a amar el leer.

Termino este artículo en el último no lugar entre el barrio Pantoja y San Telmo, el barrio del tango y de Mafalda. Se llama Tienda León, un autobús privado que te lleva del aeropuerto de Ezeiza a Buenos Aires. Nos queda una hora para llegar a casa, pero tenemos regalices rellenos del quiosco de los soportales. Hasta el detalle aparentemente más prosaico puede cambiarlo todo. Un no lugar deja de serlo en cuanto nosotros queremos.