Treinta años atrás, cuando éramos adolescentes, una de nosotras fue abordada por un individuo justo cuando entraba en el portal de su casa. Le puso una navaja en el costado, le tapó la boca con la mano y se la llevó aprovechando la noche y que nadie pasaba por allí en el momento pese a ser una calle transitada. Pero ya sabemos que los lobos también se llevan a sus presas del corral de casa.

Todavía tenía marcada la mano, grande, en rojo sobre su cara, casi la cubría por completo, cuando nos contó lo sucedido al día siguiente. No dijo nada a sus padres, no denunció. A las amigas más cercanas nos relató cómo, mientras se la llevaba bajo amenaza de muerte, veía las luces encendidas de su casa, donde la aguardaba su familia: su madre que siempre aseguraba el pestillo cuando la última entraba en casa, que no se acostaba hasta que regresaban ella y su hermana por miedo a que sucediera algo. Notaba cómo la mano de alguien a quien no podía ver, la iba dejando sin fuerzas. Su captor aflojó y aprovechó para decirle lo primero que se le pasó por la cabeza: "Por favor, no aprietes así, soy asmática y no puedo respirar". La bestia entonces la soltó y le hizo levantarse el jersey: "A ver qué tetas tienes". La talla del sostén no era la deseada por el predador y la dejó marchar. Ella corrió sin mirar atrás, con la vista fija en aquellos ventanales iluminados donde volvería a sentirse a salvo.

Lloramos, la abrazamos, nos congratulamos del "milagro" y hasta hicimos chistes sobre quiénes de nosotras no hubierámos pasado la prueba del jersey. Sí, chistes. A continuación comenzamos a recriminar a la víctima: "Si es que te bajas de la parada del autobús y no estás pendiente de quien puede estar detrás, si es que en lugar de llevar la llave preparada en la mano como hago yo...". Dábamos por sentado que los lobos acechaban sin descanso y que la culpable era Caperucita por andar perdiendo el tiempo recogiendo flores para su abuela. Estábamos bien educadas y no porque ya entonces fuéramos jóvenes universitarias. A diferencia de nuestras madres, las mujeres ya teníamos el camino expedito hasta las facultades. Incluso éramos notoria mayoría en algunas, como era el caso de Periodismo. Pero todas corríamos como posesas por los solitarios pasillos interminables del metro, temblábamos si llevabas detrás un tío o si tenías que cruzarte con todo un grupo, siempre sospechoso. Paso ligero y mirada al frente, haciendo oídos sordos a las obscenidades y a las carcajadas.

Estábamos bien educadas, sí, en el miedo. La única defensa de Caperucita frente al lobo feroz era la de pasar desapercibida y correr.Teníamos normalizado y generalizado que estábamos en continuo peligro. Hasta el punto de que aquella conversación no transcurrió como dicta la lógica: denuncia y que busquen porque esta noche la bestia seguirá de caza. Lo que hicimos fue asumir que algún día estaríamos en la misma situación de la que nuestra amiga había escapado como una condición más inherente al hecho de ser mujer: igual que nos tocaba parir o tener la regla. Que, en todo caso, era una cuestión de azar, solo que con un índice de probabilidad notablemente más alto que el de ser agraciadas por la lotería. Así de eficaces eran las "enseñanzas" mamadas en una sociedad en la que todavía celebrábamos el derecho de sufragio, poder comprar y hasta trabajar por nuestra cuenta sin autorización paterna o del marido.

Esa estela de culpabilidad dibujada desde la Eva bíblica ha calado tan hondo que aún hoy nos sigue costando desprendernos de ella. En la literatura, en el cine, nos han pintado con estereotipos que aún funcionan. Una visión machista que vemos reflejada en sentencias judiciales, inauditas dentro de un marco legal democrático, que aluden a la ropa, a la actitud de la víctima de una agresión sexual, de una violación. Entre quienes cuestionan las leyes que luchan contra el feminicidio, porque de eso se trata. Las violaciones, las agresiones, el maltrato, los asesinatos como los de Leticia Rosino o Laura Luelmo, las penúltimas por las que lloramos, porque todos sabemos que habrá más, no son casos aislados. No son contenidos siniestros de la sección de sucesos. Son el producto de una sociedad que no acaba de cimentarse sobre los principios de igualdad y respeto mutuo, indispensables y básicos, son crímenes de lesa humanidad por razón de género: nos violan, nos maltratan, nos matan por ser mujeres. Esa es la consecuencia de haber menospreciado durante siglos el papel del 50% de la población y haber hecho rutina política de la mutilación de nuestros derechos. Invertir todo eso llevará generaciones. Seguimos sin avanzar lo suficiente. No, cuando la violencia de género sigue presente entre los más jóvenes y un porcentaje notable de chicas confunde el control y el maltrato psicológico con el amor romántico. Esto no va de feminazis. No trivialicen el grito de desesperación ni lo confundan con la astracanada o una intolerancia estreñida.

Leticia y Laura, como tantas otras, están muertas. Y esa atrocidad las libra de otra, la de ser juzgadas antes que sus agresores, como le ocurre a la víctima de la Manada. ¿Y sus asesinos? Ah, ahí está la pena de prisión permanente revisable. Nadie quiere a esas alimañas cerca de nosotras, ni de nuestras hijas, hermanas, nietas, amigas...Pero su eficacia es dudosa: En países donde existen, tanto la cadena perpetua como la de muerte no resultan disuasorias. Los predadores se sentirán impunes si siguen amparados en una sociedad que no previene, que no mantiene y endurece las necesarias leyes contra la violencia machista cuya eliminación ha encontrado hueco en programas electorales de la creciente ultraderecha.

¿Por qué Bernardo Montoya habiendo cumplido condena por asesinato, con un largo historial de violencia, como tantos otros que salen a la calle, no tenía vigilancia alguna? En otros países existe la libertad vigilada, la libertad condicional que implica la tutela por parte de un agente. ¿Qué haremos cuando el asesino de Leticia cumpla los 8 años de condena? ¿Qué control tendrá un adolescente cuyo retrato forense produce escalofríos? ¿Esperamos a ver cómo rueda la ruleta del azar y, si finalmente reincide, se le aplica la prisión permanente no revisable? Será un gran triunfo de quienes la esgrimen como la gran solución, salvo que habrá otra mujer muerta de por medio.

Educación, prevención y vigilancia, son las claves. Y entonces llega la segunda parte: ¿de qué medios disponen la Justicia y la Policía? ¿Cuántas pulseras se quedan por poner en las muñecas de maltratadores? ¿Cuántas denuncias se seguirán rechazando y denegando órdenes de alejamiento? Si Laura hubiera acudido a la Guardia Civil alertando de que no le gustaba cómo la miraba su vecino, ¿cuál hubiera sido la respuesta legal? Solo miraba. Seguramente se hubiera llevado un consejo más. Ella lo sabía y lo dejó por escrito: "Te enseñan a no ir sola por sitios oscuros en lugar de enseñar a los monstruos a no serlo". El feminismo va más allá de una ideología, forma parte de los valores democráticos esenciales, de la definición de ciudadanía: igualdad, libertad, justicia. Esa es la lección no aprendida que genera monstruos.