Eslovenia, Eslovaquia, Eslavonia, Yugoslavia. Hay que ver la cantidad de países, con Estado propio o sin él, a los que ha dado partida de bautismo el pueblo eslavo, aun sin tener en cuenta a Rusia, Ucrania, Bielorrusia y otras naciones que no declaran tan nítidamente ese origen en su nombre.

A Eslovenia, Estado nacido de la bárbara guerra civil que enfrentó a las repúblicas de Yugoslavia, se ha ido el presidente de la Generalitat de Catalunya, Joaquim Torra, a buscar un referente para su futura nación escindida de España. Torra no tiene especial pinta de eslavo, pero eso es lo de menos.

Lo de más es que el jefe del gobierno autónomo con sede en Barcelona haya citado el dudosísimo modelo de Yugoslavia, lo que es tanto como mentar la bicha. El ya difunto Estado de origen partisano que levantó Tito evoca en su disolución imágenes de guerra, de limpieza étnica, de campos de concentración, de violaciones masivas, de matanzas sin cuento.

Podría haber citado Torra, ya metido en eslavismos, el caso de Eslovaquia, que se separó amistosamente de la República Checa en un celebrado e inusualmente pacífico divorcio. Cierto es que una parte mayoritaria de los checos y otra menor de los eslovacos llevan años queriendo impulsar un referéndum a favor de la reunificación de los dos países; pero esa es cuestión anecdótica para el caso.

Cualquier cosa antes que aludir -y menos, como ejemplo- a la desdichada guerra de Yugoslavia. Poco tiene que ver España, mayormente la actual, con esa república federativa algo artificiosa que acabó como un letal rosario de la aurora. Comparar aquel revoltillo de etnias, religiones y hasta alfabetos distintos con la sociedad española, tan uniforme hasta en materia de costumbres, es un ejercicio argumental imposible. Si acaso, pudiera establecerse alguna similitud hispana con el Reino Unido, por más que resulte algo forzada. Ambas monarquías, si bien diferentes, colonizaron América junto a Portugal; y tanto una como la otra edificaron imperios antes de que los Estados Unidos vinieran a tomarles el relevo en esa tarea.

Mucho menos aventurero que Torra -quién lo iba a decir-, su predecesor Artur Mas prefirió inspirarse en los británicos, que últimamente abundan en pulsiones separatistas. El jefe de la Generalitat que puso en marcha el lío del proceso había apelado al referéndum sobre la independencia de Escocia que convocó y ganó por los pelos David Cameron: aquel entusiasta de las consultas a todo o nada. Su siguiente apuesta de riesgo acabó por costarle a él la carrera política y al Reino Unido el laberinto del Brexit en el que se encuentra atrapado ahora.

Se conoce que a Torra le parecía algo blando el ejemplo de Escocia, quizá teniendo en cuenta que Cataluña carece de petróleo en sus costas y, más importante aún, de una superproducción de Hollywood como Braveheart, que tanto atizó los fervores nacionalistas -hasta hace poco, residuales- en tierras de Sean Connery.

No ha tenido mejor idea que buscar modelo en los Balcanes, que ya en su propio nombre evocan la imagen de un disturbio histórico. Con la de gasolina que hay suelta por el mundo, solo faltaba un pirómano al frente de un gobierno con vocación de crear fronteras y policías armados bajo su mando. Razón llevaba Borges cuando dijo que no es justo confundir a los pueblos con los políticos que los dirigen. Acá, allá y acullá.