Perdonen que me muestre así de puesto y colocado ante ustedes. Miren a mi espalda, estoy en el Museo del Prado, donde uno se empacha de arte sin problemas de peso ni colesterol. Tampoco el dulce sabor de la belleza que contemplas hace daño y los únicos efectos secundarios pueden ser que te sientas con el ansia de volver a festejarte con los mejores platos de pintura por el módico precio de la entrada que te permite pasar el día dentro de la pinacoteca y repetir banquete, como los antiguos romanos.

Miren a mi espalda; no reconocerán a nadie porque tampoco el autor, Don Francisco de Goya, pretendía identificar. Sólo interesa la muchedumbre -disfrutando un buen día de primavera en la pradera de San Isidro, de Madrid -y casi tampoco la gente sino ese clima de asueto y romería que el pintor consigue empleando bellamente colores parecidos para mostrar personas y pasaje. Todo respira un aire de fiesta y despreocupación logrado con los pinceles de un artista que todo le preocupaba, como se verá tiempo después cuando el país se tiña entero de otro color nada alegre. El cuadro del que hablamos está en el Museo del Prado, como la mayoría de los que pintó el artista. El genio de Fuendetodos era pintor de corte y le tocó pintar a la familia real con ese realismo de bisturí que conocemos reflejando menos el pose que la psicología y más la personalidad interior que el personaje público. Uno de los retratos transparentes y sin concesiones es el que realizó a Fernando VII, monarca déspota, despiadado y cruel que por contra tuvo al menos un buen gesto: el de dar inicio, con los cuadros de la colección real, a lo que hoy es el Museo del Prado. Tampoco esto es mérito suyo y más le pertenece, como idea, a su joven esposa María Isabel de Braganza, sobrina, a su vez del rey y muerta en Aranjuez con tan solo veinte años. Aquí tenemos la feliz y triste paradoja de una joven que fallece de parto y es la que gesta una institución artística que ahora celebra su segundo centenario.

A la espalda del rey, esto es, a su pasado siniestro, no verán sino un panorama de sucesos indeseables promovidos por ese personaje cruel que por contra fue llamado "el deseado" en tiempos de la invasión napoleónica. La joven reina, en cambio, casi no tiene pasado por su muerte prematura, como la de muchas madres de su tiempo, que a lo máximo que podían aspirar era a reinas de su casa y también murieron en el parto o la parca les privó de hijos aún muy niños.

Miren a la espalda de la reina. Señala con su mano el edificio que empezó como "Casa de Pinturas" y hoy es el Museo tan bello que conocemos: hijo suyo póstumo que sigue deslumbrándonos con increíble riqueza artística de la que presumimos menos de lo que lícitamente nos corresponde, gracias en parte a esa reina que murió tan joven y tan mal, sin entrar en detalles de su doloroso y macabro fin. Miro esa mujer, no para contemplar su belleza, pues la cara inexpresiva nos dice poco, sino reconociendo su impagable idea que aunque firmada por su regio esposo (no cabía esperar que de él saliera tal cosa excelsa) a ella le debemos la iniciativa. Esta joven portuguesa sentía por la pintura esa pasión característica de los que nos consideramos forofos del arte: disfrutar contemplando y compartiendo el gozo de la mirada; por lo que teniendo ella a la vista tantos tesoros no podía por menos, según su acreditada y noble afición, que desear compartir la enorme colección real desparramada por los palacios. Mucho le honra este gesto que tanto ha dado de sí y tanto agradecemos los que en el Prado hemos vivido días enteros si sumamos las horas que por galerías y salas del museo hemos ido a gozar de la pasión que a ella también le arrebataba.

Cuando el Museo del Prado abrió sus puertas se mostraron cuadros de los pintores de la colección real hasta Goya, que aún vivía. Y si la reina de que hablamos es su promotora remota, Goya es, como artista, el paradigma del museo, porque su pintura tan prolífica, variada y excepcional representa los avatares de nuestra historia con sus luces y sombras. Nada dejó sin dibujar de nuestra realidad política, social y cotidiana, desde sus primeros temas pintorescos, con la singularidad de sus famosos " cartones" para tapices, a las pinturas negras y caprichos; todo quedó tocado por su arte fecundo, a veces feroz y tantas veces feliz, como el momento del que hablamos al comienzo del artículo. Goya es España y España fue Goya.

Ahora, una exposición conmemorativa del bicentenario de la pinacoteca selecciona una serie de cuadros que pretende mostrar, según el folleto explicativo de la misma, "su propia historia, los debates que ha dado lugar, los anhelos que ha suscitado, los peligros y amenazas a los que se ha enfrentado, y todo ello revela la capacidad probada del Museo para generar pensamiento sobre nosotros mismos, como individuos y como parte de la sociedad". Mucho le debemos a esa reina veinteañera que murió de la forma menos artística que imaginar se pueda y no menos al pintor que se oculta a mi espalda.

Considero al Prado la prolongación de mi casa por las veces que lo tengo recorrido y disfrutado pero es la casa de todos, la Casa de Pinturas, como fue nombrado en sus comienzos. Hoy ya es un palacio del arte prolongado en el espacio y el tiempo porque desde el año que viene se encamina al tercer centenario. Hay pinacotecas en el mundo excepcionales pero, sin entrar en pueriles comparaciones, ninguna supera a la nuestra que Dios guarde muchos años, ya que nosotros no siempre andamos listos, prueba de ello son las bombas que cayeron sobre él en la pasada guerra civil.

Y que Dios tenga en la gloria a esa reina que nos legó tanto cielo pintado soberanamente.