Tiene ocho años y querría vivir en España. Vosea como los porteños, pero sueña en castellano de Burgos, de Madrid, de Barcelona. No he visto una manera de querer a España tan bonita como la suya. Despojada de toda política, de todo interés, de todo ruido. España es el lugar donde es más feliz y por eso la quiere. Deberíamos tomar las decisiones con el corazón de un niño.

Cuando le conocí, me dijo un "hablas como toda mi familia" que me atravesó. Oído-corazón-lacrimal. Y por unos segundos, sobre esa cena de Acción de Gracias internacional, dibujamos un halo de nostalgia compartida. Aquí falta el cordero.

Desde entonces, cuando nos vemos, trato de ejercer la españolidad que represento para él con suma cautela. El otro día nos preguntaba qué comida era mejor, la argentina o la española. Le dijimos que no compare, que se quede con lo mejor de sus dos mundos. Él sentenció que la española. Le dijimos que no lo diga delante de los otros niños, que eso no cae bien. Esa noche, su madre nos puso una mesa de cazuelitas ricas y sanas. Estábamos, por un rato, en Burgos, en Madrid, en Barcelona. Al día siguiente yo hice lentejas con chorizo.

España es el patio de su recreo. Allí veranea en invierno, cuando sus compañeros argentinos se van a la playa. Él esquía. Su idealización de esa España de vacaciones se parece bastante a la que tenemos los que nos fuimos de adultos. España es el hogar anhelado, el lugar donde nos esperan, el tiempo y espacio para jugar. La vida más fácil. Ya no me pillas, casa.

Volamos, volvemos, a España por Navidad casi a la misma hora. El otro día le pregunté qué era de lo que más tenía ganas. Si cierras los ojos y piensas en España, qué ves. El árbol y los regalos. Yo también le he pedido a mis padres que me esperen para ponerlo. Cierro los ojos para ver el sofá, la lumbre, el Mercadona. Hay que irse para apreciar algo aparentemente tan prosaico como el supermercado. Buenos Aires está a dos entrañas de convertirme en vegetariana. He desarrollado pánico a la harina. Si me quieres hacer llorar, muéstrame una galletita. En lo de la comida no hay discusión posible, pero no se lo digamos a nadie. No cae bien.

Pulpo a la gallega, café con tortilla, pan con tomate y jamón. Le damos nombre de alimento a nuestra nostalgia, pero lo que echamos de menos es mucho menos tangible. Lo que él extraña a sus ocho años y lo que yo extraño a mis 31 es todo lo que hay alrededor de esos platos. Otra manera de entender la vida. Otra manera de vivir. Una que, seguramente, no es la mejor para todo el mundo, pero a la que es muy difícil renunciar si la sientes tuya. Parte de ti.

Una de mis tías me dijo hace unos años que llega un momento en el que la tierra tira. Una llamada que ya no puedes enviar al buzón de voz. Yo vengo dándole al responder más tarde algún tiempo. Pero uno va quedándose sin excusas. Las alas se cansan y tiran, del carro, las raíces. A su edad yo soñaba con otros mundos; él, que los ha visto desde chiquito, sueña con esa España sencilla en la que crecimos sin mayor aprecio.

El miércoles, la ministra de Justicia española nos preguntó a los corresponsales en Buenos Aires si echábamos de menos. No dijo el qué, no hacía falta. Yo le respondí que la noche anterior había hecho lentejas, que siempre echaba de menos. Después preguntó si nos acostumbrábamos. No dijo a qué, no hacía falta. Nadie dijo nada. Me pregunto qué le habría respondido él. Los ocho años me parecen la edad más lúcida.

Si la viera hoy, le contaría que anoche me puse "Volver"-yo adivino el parpadeo, de las luces que, a lo lejos, van marcando mi retorno- para ayudarme a pasar el día meteorológicamente más feo que he conocido. Llovió y tronó sin tregua sobre un Buenos Aires gris intenso durante más de 24 horas. Solo reuní fuerzas -hambre, en realidad- para bajar al restaurante de la esquina y en la carta no había ni una sopa, ni un potaje, nada a lo que meterle una cuchara. Pizzas, pastas, empanadas. Acabé comiendo una ensalada. Fría, llovía. Terror a la harina, os digo. Eché de menos hasta la mesa de Washington. Esas sopas vietnamitas que salvaban los febreros. Alarma.

Hablamos de la comida, él a sus ocho años, yo a mis 31, pero estamos hablando de mucho más. Pobres empanadas, no tienen la culpa. Las de humitas están muy buenas, os las recomiendo. Hablamos de las luces que vemos, sin necesidad de cerrar los ojos, y que no sabemos hasta cuándo podremos seguir negando. Esas luces que, a lo lejos, van marcando nuestro retorno.