Celebramos este puente festivo que culmina, hoy domingo, los 40 años de mayor progreso de España, un país que supo conjurar sus miedos y frustraciones cainitas en torno a la elaboración de la Constitución Española, la que consagraba la democracia y el establecimiento de derechos básicos de la ciudadanía, la igualdad de oportunidades, el fin de la discriminación. Hace unos años, en otra efeméride de parecido signo, uno de los diputados constituyentes y exvicepresidente del Gobierno socialista, Alfonso Guerra, retrataba con una anécdota la trayectoria recorrida hasta superar no ya las dos, sino las múltiples Españas que deparaban destino desigual a sus habitantes según el lugar geográfico y el medio en el que hubieran nacido.

Contaba Alfonso Guerra cómo un día, a la puerta del Congreso, vio desembarcar toda una excursión de críos dispuestos a conocer por dentro el hemiciclo, el templo de la palabra que había devuelto a España la convivencia. Y lo que más sorprendió al político andaluz era que aquellos niños llegaban a Madrid procedentes de un pueblo alejado de la capital, pero nada en su apariencia o comportamiento, en sus razonamientos y apreciaciones, marcaba esa diferencia. Para el exvicepresidente del Gobierno el avance de años se retrataba en aquella foto de colegiales con atuendos y actitudes homogéneas a los niños de ciudad.

Si aquella apariencia se hubiera correspondido con la realidad, resultará difícil explicar que existan casos como el de la pequeña de tres años de un pueblo de Zamora, Corrales del Vino, cuyo padrón, a pesar del retroceso que comparte con el resto de la provincia, no es, precisamente, de los más vapuleados por la despoblación y aún está al límite de los mil habitantes. La niña es hija de inmigrantes, otro hecho destacable dado que esta es tierra de emigración mayoritaria, que se ocupan del camping de la localidad. El autobús escolar recoge a los alumnos en el centro del pueblo, situado a más de un kilómetro. Con solo tres años y con dificultades para poder acudir a la parada cada día, la niña se queda sin colegio. Las gestiones realizadas desde el Ayuntamiento, al inicio de curso, no han dado aún fruto. Probablemente el problema quedará resuelto porque, desgraciadamente, no es el primero ni el último caso de alumnos del medio rural que tienen que vencer obstáculos de esa índole en pueblos aún más pequeños, aún más aislados, obligados a recorrer hasta tres kilómetros entre la nieve del invierno para acceder a un derecho contenido en esa Constitución: el acceso a la educación obligatoria y gratuita.

Esos niños simbolizan la parte de un país, de gran parte de provincias como Zamora, a las que todavía les queda un trecho enorme para avanzar hacia la igualdad. La brecha no se cerró aquel día en que el autocar paró frente al Parlamento, ni lo ha hecho como debería en las cuatro décadas transcurridas. Esos niños que comparten atuendo, ya que es innegable que, a pesar de la terrible crisis y de las bolsas de pobreza, se han producido notables avances, siguen sin tener las mismas oportunidades que los niños que crecen en un medio urbano. Porque el mundo rural tampoco las ha tenido. Hasta el punto de que un solo escolar representa la lucha de todo un pueblo para que las aulas escolares no se cierren, para que la vida aún resista entre las casas maltrechas y las tierras de cultivo abandonadas.

Esos niños que necesitan transporte por carretera o por tren, que muchas veces carecen de pediatra en su zona básica de salud, y que crecerán con las expectativas que genera pertenecer a una generación con mayor acceso a la formación que sus padres o abuelos. Y, a medida que crezcan, sus necesidades serán mayores: acceso a Internet, del que no dispondrán en su casa si no pertenecen al grupo de privilegiados de la provincia que tienen acceso a un servicio que debería ser considerado ya tan básico como el suministro eléctrico o de agua corriente. Sus padres tendrán que preocuparse en caso de que decidan acudir a otro pueblo que no sea el suyo en sus ratos de ocio, porque ni siquiera el alfoz de la capital garantiza la conexión mediante el servicio de autobuses interurbanos. Como denunció este mismo periódico el pasado verano, un habitante incluso de otras ciudades como Toro, que sea usuario de autobús y que pretenda pasar el sábado o el domingo en la capital, carece de frecuencias horarias que se lo permita con cierta holgura.

Así que llegará el día en que ese niño tendrá que dejar su pueblo, ese en el que ya ni siquiera puede ir a la sucursal bancaria, como les ocurre a otros 49.000 paisanos a los que el mundo digital les ha asaltado sin la más mínima defensa ni formativa ni de acceso. Si puede, el ya joven adolescente acudirá a la Universidad o buscará trabajo tras recibir otro tipo de formación. Se alejará del mundo rural que identificará, irremediablemente con atraso y falta de oportunidades porque no habremos conseguido eliminar esas barreras que siguen existiendo si no se desarrollan los instrumentos necesarios, si no conseguimos que fructifiquen las esperanzas depositadas en proyectos agroalimentarios industriales o de formación como la Escuela Nacional de Industrias Lácteas. Si no equiparamos el campo y lo convertimos en alternativa real de empleo de calidad que mire, sin complejos, al de cualquier otra industria.

Si no es así, el zamoranito emigrado, volverá, si acaso, de vacaciones, enjugará unas lágrimas de nostalgia y, un día, se preguntará por qué tuvo que abandonar su tierra por obligación. Lo mismo que se preguntaron sus padres y abuelos. Y a los que nadie ha podido dar, hasta ahora, una respuesta convincente. Porque la brecha se ensancha y se incumple el espíritu de esa carta de derechos que aprobamos, masivamente en Zamora, un 6 de diciembre de 1978, con la misma esperanza que el resto de los españoles, pero no siempre con el mismo resultado.