El otro día le escribí a un amigo -argentino- "este país es una broma". Estaba en un camión del Pleistoceno sin cinturones, el conductor había frenado en seco y amenazaba con tirarnos todo a la calle, no llevarnos. Quería cobrar una cantidad muy superior a la acordada con la empresa, y a mi amigo Fede le salió el alemán riguroso que lleva dentro. En la compañía, sorpresa, nadie respondía el teléfono. La Policía sí contestó, estaba en camino. Tardaba, sorpresa, y ahí estábamos los tres. Mi amigo argentino me apretaba por el WhatsApp para que le diéramos el dinero que pedía, porque sería más rápido que tratar de hacer las cosas bien. Para la mesetaria justiciera que hay en mí, eso era inaceptable. Harta de que no fuera la primera vez, escribí, sin pensar, "este país es una broma".

Cuando metimos la última bolsa en el apartamento, leí un mensaje de mi amigo argentino en el que me emplazaba a disculparme por haber dicho que su país es una broma. Me descolocó, ¡la de veces que yo he dicho, frustrada por algo, que España es una broma! Pero al país propio, como a la madre, lo podemos criticar nosotros, nunca los demás. Cuando otros los critican están criticando también lo que somos en lo más profundo. Y eso duele. Le pedí perdón.

Los porteños se quejan todo el tiempo. El país está en crisis, pero va más allá de eso. Es una queja crónica, la frustración por el país que nunca más fue la Argentina. Un París, un Madrid en el fin sur del mundo. Todos los días alguien me dice que está viendo cómo mudarse a España, que qué hago aquí siendo española. Yo les cuento lo fascinante que me parece Argentina para contarla, la excitación constante que es vivir en Buenos Aires. No les convenzo. Pero, ay, si se me ocurre deslizar alguna crítica más o menos ligera sobre la vida aquí. Ahí, a la conversación le sale una bandera celeste con Sol de Mayo en lo más alto.

Durante una semana, me pareció una buena idea hablar del ataque al autobús de Boca Juniors con los taxistas. Les contaba que estuve en el estadio, que fue un día muy absurdo y triste, que el fútbol argentino exhibió su peor cara ante el mundo. Me dijeron de todo. El taxista uno, que peor era lo nuestro (lo de los españoles) que habíamos ido a esas tierras a masacrar pueblos enteros. El taxista dos, que peor era la ETA que, según su desinformación, sigue matando aunque no se cuente. El taxista tres, que peor están en Estados Unidos, donde vas al cine con tus hijos y os matan a todos con una pistola. El taxista cuatro, que bah, eso pasa en todas partes, porque a su primo le robaron el celular en Barcelona.

Yo me callé las cuatro veces, aprendí hace mucho que con el nacionalismo no se habla. Parece que, si eres extranjero, no tienes derecho a quejarte. La queja es un derecho exclusivo de los nacionales, como el voto. Si no te gusta, vete, te acaban diciendo, de manera más o menos sutil. Y cómo les explicas que quejarte de algo concreto no anula todas las cosas que sí te gustan o que puedes quedarte en un lugar que no te gusta del todo. Pese a eso o precisamente por eso. Que has venido a contarlo y que aquí las crónicas se escriben solas. La escritura siempre ha sido buena amiga de la imperfección.

No he encontrado un lugar en el mundo donde se viva mejor que en España, pero España tampoco me gusta del todo. No me gusta el desempleo, no me gustan la mediocridad y el enchufismo, no me gusta que las maten en cada informativo. Los españoles criticamos a España como nadie, supongo que por una mezcla de relación compleja con los símbolos y de complejo histórico en una Europa en la que siempre hemos sido diferentes. La criticamos injustos e inconscientes muchas veces del privilegio implícito al pasaporte. En Estados Unidos echaba de menos mi café con tortilla en el bar, en Argentina echo de menos poder llevar el móvil fuera del sujetador. Nuestro normal es un normal desde el que casi cualquier comparación será odiosa para nosotros y el que nos escucha. Yo creo que toleramos mejor la crítica al país que otros, pero tampoco me atrevo a jurarlo. Me harta profundamente que a mi alrededor se pongan a imitar cómo hablamos el español, es una burla pesada que a la quinta vez deja de tener gracia. Si tengo una patria, es esta lengua, me la respetan. Me saca de quicio que digan que "en Madrid todos son fachos" y en Barcelona todos santos. No me gustó nunca oír a amigos franceses hablar de España como si los cuarenta últimos años no hubieran pasado (felicidades, Constitución). Así que supongo que no, a mí tampoco me gustaría que mi amigo argentino dijera que España es una broma. Aunque yo también crea que lo es a veces (y de muy mal gusto, ultraderecha Vox, doce diputados).