Una de nuestras peculiaridades como país es el mantenimiento, sin reparos, de dos Españas: la oficial y la real. La Constitución Española sería la España ofi-cial, la de los valores que nos hemos dado para la convivencia pasados a limpio. Sin ignorar que su formulación es tan amplia que caben interpretaciones de dere-chas y de izquierdas para un mismo párrafo, pero con la seguridad de que los gobiernos que la interpreten lo hagan al servicio de los ciudadanos. Del otro lado la España real, que es la que está motivada en no servir a los intereses públicos sino a los intereses de aquellos que ocupan el Poder, cuya interpretación de la Constitución es claramente contraria al espíritu de la misma. Cuando es necesa-rio, les basta con no cumplirla, desviarla o manipularla, pero siempre desde su hipócrita alusión a ella como razón de unidad y destino. Son los autodefinidos como constitucionalistas los que se la saltan a la torera, y los responsables de la partitocracia ajena al drama social que provocan sus decisiones.

Como colaborador necesario de esta España real, cuyo ejemplo más indignante es la corrupción, se encuentra el ciudadano del "ande yo caliente". La corrupción de esta España real debiera superar todos los límites de la paciencia. Otros países, por la milésima, hubiesen impedido que se presentaran a las elecciones los del corazón partido entre los paraísos fiscales y el volquete de putas. Es como si este país fuese incapaz de contar con la altura moral para reivindicar como suyo un texto de derechos y deberes que pretende eso tan peligroso que se llama igualdad. Como si lo impidiese una tara, oculta, de la cuna. Por ello, para la mayoría, la Constitución en España es sólo parte del temario para una oposición, el código de circulación que debo aprender como trámite previo a saltarme las normas de tráfico porque cuento con un Tribunal que resuelve a mi favor las multas. Somos el colmo de la tolerancia. Este país ha sido muy tolerante con todo tipo de malos tratos, los institucionales también.

Ahora nos incitan a debatir si el presentarse a unas elecciones legitima como democrático a un partido antiliberal. Nos hacen creer que es el proceso electoral el que legitima la política que después se desarrolla. Olvidamos la Constitución a la que debe ceñirse su política, si está en contra de lo establecido en ella "por nosotros" eso es lo que lo hará antidemocrático. Y para que perdamos más aún la fe en nuestra fuerza constitucional, la Constitución fue entregada de mucama a una estancia superior, la de la UE, que ha corregido nuestra letra cuando quiso. Gracias a la UE se han encastrado en los pasillos del Congreso las puertas gira-orias: ministro que no goce del apoyo de la audiencia puede pasar a una discográfica privada y seguir cantado los estribillos de pobreza y desigualdad, el temazo de una economía al servicio de potencias extranjeras.

Con todo, los medios de desinformación masiva dedican una ancha franja para informar de cómo está el clima, espacio que podría dedicarlo a explicar la ciclo-génesis fiscal que ocasionaron las preferentes o los anticiclones fiscales por los que paga menos impuestos un rico que un pobre. Los tertulianos se emplean en degradar la política para convertirla en politiquería y así nos volvamos apolíti-os. Estas son las dos Españas. Convendría actuar, estamos suficientemente preparados, pero hay que caerse del burro que pasta en la estupidez.