Hablo de la nuestra, la de 1978, que fue ratificada en referéndum el miércoles 6 de diciembre de aquel año. Recuerdo que viajé a mi pueblo para votar, era la primera vez que lo hacía, porque en la anterior convocatoria a las urnas, el 15 de junio de 1977, para elegir las Cortes que elaborarían esta Constitución, no me lo autorizaron a pesar de tener 18 años recién cumplidos.

Me refiero a la mejor Constitución española, la más sólidamente construida, con raíces en la declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, que incorpora lo esencial de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

Aludo a la Carta Magna, que en su preámbulo proclama la voluntad de: "Garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo", que también pretende: "Consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular". E incluye: "Colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra". Ya vemos que hace cuarenta años se alentaba un ideal que hoy vemos contestado dentro y fuera de España.

Estoy citando al ordenamiento que regula todos los poderes públicos y ciudadanos desde hace cuatro décadas, las más prósperas que ha vivido nuestro país. Si lo dudan, hagan un repaso por la historia de esta tormentosa nación y no atiendan sólo al relato de los poderosos, fíjense en cómo ha vivido el pueblo. Aunque hoy tengamos fundadas reservas sobre los tiempos venideros y el futuro que dejemos a nuestros hijos, no procede tachar de fracaso el periplo recorrido; otra cosa será lo que nos aguarde de perseverar en el sectarismo, la estupidez y la irresponsabilidad de los dirigentes políticos actuales.

He querido poner de relieve en el título algo que, desde hace bastante tiempo, compruebo con demasiada frecuencia. Creo haber escrito y hablado al respecto en otras ocasiones, pero hoy, día 6 de diciembre de 2018, lo quiero hacer con más fuerza que nunca. No puede ser, no podemos permitir que España, que la administración pública, en sus diferentes niveles, abandone la obligación de educar en los valores constitucionales. Tenemos una maravillosa Constitución que es ignorada por la inmensa mayoría de la población, en grado superlativo por los que han nacido después que ella. Es posible que los que sufrimos la dictadura franquista nos interesamos mucho más en la anhelada democracia y en su plena implantación legislativa. Bastante lógico, tan interesados estábamos en no volver para atrás y en que las instituciones democráticas funcionaran. Los gobiernos de Adolfo Suarez o Felipe González bastante tuvieron con hacer que todo fuera ensamblándose sin demasiadas estridencias. Tuvieron mucho mérito, pero olvidaron que las generaciones venideras no iban a nacer con la lección de la ciudadanía democrática aprendida y esta no sería suplida por la ilusión y el compromiso de sus padres. Así, hoy, encontramos en las aulas a jóvenes que terminan el bachillerato y son incapaces de explicar qué es la separación de poderes o qué régimen tiene su país; en familias con hijos escolarizados se considera que esto de la política es algo sucio y es mejor no entrar en ello, así muchos niños y niñas reciben mensajes de sus padres absolutamente negativos en lo concerniente a los valores básicos que la convivencia democrática supone. En las instituciones estamos casi peor. La mayoría de cargos políticos se declaran constitucionalistas, lo hacen muy ufanos, pero dicen barbaridades que incluso contradicen el espíritu y la letra de la Constitución. Se manifiestan en público con una letanía de frases hechas, sin respeto, con un infantilismo vergonzoso, dejando en evidencia que nunca aprendieron los valores constitucionales. Por no mencionar lo que estamos sufriendo con los partidos independentistas en Cataluña. Si cerca de la mitad de catalanes miran al resto de España con desprecio es porque el poder legislativo del Estado olvidó su obligación de regular la educación de la Constitución. Nos dan la espalda por negligencia de los partidos políticos mayoritarios, que prefirieron atender a componendas puntuales que les mantuvieran en el poder y olvidaron lo fundamental, evitar el adoctrinamiento independentista. Hoy recogemos las consecuencias.

Resulta imprescindible incorporar a los currículos escolares de todos los niveles educativos la Educación en Valores Éticos y Cívicos. Ya lo hacen desde hace muchos años en todos los países europeos. Es necesario plantearse determinados objetivos para conseguir que la sociedad alcance una cultura y una formación democrática básica Se debe educar en el respeto a los Derechos Humanos y en los valores de nuestra propia Constitución. Hay que desarrollar el pensamiento crítico para que el alumnado adquiera la capacidad de discernir. Es importante fomentar la participación activa en el centro escolar y en la comunidad de su entorno. No podemos olvidar que los valores morales y cívicos no se enseñan, se practican, decía el pedagogo Freinet.

Tenemos que conseguir que la escuela, las familias y la sociedad participen en el proyecto común que tenga como finalidad una educación coherente con el proyecto educativo europeo de preparar a todos los estudiantes para el ejercicio de la ciudadanía activa en sociedades democráticas y diversas.