La Shoah, el intento de exterminio nazi de acabar con el pueblo judío, es un hecho singularmente dramático y descorazonador. Todo lo que ello implicó, los casi seis millones de seres humanos asesinados que los engloban, amén de los otros seis millones de otras nacionalidades o creencias, no admiten discusión posible. No se puede frivolizar con ello y mucho menos negarlo. El proceso industrial en el que millones de personas fueron conducidas a los campos de la muerte, en Polonia, son un referente traumático para la memoria europea y mundial. Sin embargo, nunca será un hecho cerrado. Debatiremos sobre su naturaleza, sobre la crueldad que motivó a los verdugos a actuar como lo hicieron, buscaremos entender lo ocurrido y escuchar la voz de las víctimas. Claro que estas van desapareciendo, ley de vida, cada vez quedan menos y nos debemos a conservar su memoria. No obstante, a pesar de los miles y miles de marcos que Alemania entregó a Israel como reparación por la deuda moral contraída por tales hechos, lo que sabemos es que, tristemente, no todos los que sufrieron y pagaron con creces el horror nazi viven de forma holgada. Ese dinero, como establece Norman Finkelstein en su polémica obra La industria del Holocausto, sirvió no para atender las necesidades de los supervivientes, sino para la construcción del Estado hebreo. Lo hizo con mucho éxito, eso sí.

Así que muchos de aquellos ancianos viven, en la actualidad, en unas condiciones económicas precarias, tanto los que residen en Israel como en EEUU. Por ese motivo, en 2012, a la organización benéfica Yad Ezer L´Haver (Echando una mano a los amigos), se le ocurrió el celebrar un certamen de belleza para ayudar con lo recaudado a aquellos que viven con estrechez y padecieron aquellos horrores del nazismo.

Recientemente, en Haifa, era elegida Miss Superviviente del Holocausto Tova Ringer, a sus 93 años, que vio como toda su familia moría en Auschwitz, siendo la única que escapó de aquella monumental matanza. Por supuesto, el evento tuvo su inmediata polémica al considerar que se frivoliza un asunto tan terrible. Podría ser que sí, si nos quedamos en una valoración meramente superficial, si no fuera porque de lo que se trata es de ayudar a un colectivo no solo afectado tan gravemente por la Historia, sino que necesita atención inmediata.

El problema de tratar ciertos hechos es que al convertirlos en un icono sacralizado nos olvidamos de las personas que lo padecieron, perdemos la perspectiva objetiva de que hay que conservar su legado fundamental y los valores humanitarios que porta, pero sin obviar a la gente que lo sufrió ni dejar de aclarar que si lo totemizamos, corremos el riesgo de no interiorizar sus enseñanzas. Si los supervivientes vieran que el concurso es, ante todo, un negocio frívolo, ellos, en primer lugar, no participarían y, en segundo, se movilizarían críticamente contra el mismo. Son los últimos guardianes de una memoria doliente y necesaria. Pero eso no significa que no podamos volver a reír o disfrutar de la vida, sin duda, el hacerlo es el mayor triunfo contra el nazismo. Hitler se removería en su tumba. Pensemos en lo importante que fue el filme La vida es bella (1998), no solo en una cuestión cinematográfica sino simbólica. Se abordaba con inteligencia un hecho tan terrible y oscuro con la sutil habilidad del humor.

El humor es, sin duda alguna, no solo una fuerte de catarsis personal y liberación, sino el arma más eficaz contra el totalitarismo más obtuso y recalcitrante. Aquellos que no saben encajar las críticas, que no saben reírse de sí mismos y actúan y se comportan con una gravedad excesiva, son gente peligrosa. La pena es que el concurso no conlleva a que la sociedad israelí tome conciencia de ese pasado y lo aplique al presente. Hoy más que nunca hay que recordarles que el Holocausto no debe servirles como refugio mientras los colonos judíos actúan de forma brutal y despiadada con los palestinos. No son procesos desconectados.

Los judíos europeos sufrieron un horror que es inimaginable, pero las nuevas generaciones no saben lo que es eso. Se creen legitimados para defender sus fronteras y actuar de una forma fría y deshumanizada contra sus vecinos y homólogos árabes. No quieren, ante todo, que se repita con ellos lo sucedido, y no se dejarán conducir como ovejas llevadas al matadero. Venderán caras sus vidas. Pero, con esta actitud, la Shoah solo ha servido a las élites israelíes, a partir de los años 60, para no tener que rendir cuentas a nadie sobre sus actos en los territorios palestinos. Sienten que han sido el pueblo más perseguido en la Historia, pero eso les ciega. La otra comunidad más importante de supervivientes se halla en EEUU, y el Holocausto se estudia y se considera una parte de su propia historia, aunque sea un fenómeno europeo, tal y como recoge Peter Novick en Judíos, ¿vergüenza o victimismo? Pero nada puede hacer más daño al Holocausto como su utilización política y su patrimonialización, porque acaba por servir a los enemigos de Israel para inducirles a negarlo. La historiografía sigue arrojando luz sobre tales hechos, lo cual nos muestra que la mayoría de los que participaron en estos horrores eran gentes corrientes que acabaron siendo atrapados por esta espiral de violencia y deshumanización colectiva propugnada por el antisemitismo y la perversidad propagandística.

Todo esto es ahí, recogido, convertido en una parte de nosotros. Sin embargo, si no somos capaces de extraer lecciones racionales y juiciosas, si no actuamos en consecuencia, de nada nos sirve recordar. Porque lo haremos mal. La Shoah no puede sacralizarse de tal manera, repito, que se coloque fuera de la realidad y de los aprendizajes presentes que necesitamos sostener. Tolerancia, respeto, convivencia, alteridad, todo ello es la viva imagen de estas mises que hicieron de la resiliencia la mayor contribución a negar al nazismo sus logros. Ni el pueblo judío consiguió ser exterminado ni el humor ni la dignidad humana podrán nunca ser derrotados mientras sostengamos una conciencia clara de lo que fue el Holocausto.

(*) Profesor de la UNIR