A veces de la anécdota se induce la categoría. Más que en las grandes declaraciones, en los acontecimientos más importantes o en las situaciones en las que están puestos los focos y la atención del común, la verdadera esencia suele aflorar en pequeños detalles en los que nos fijamos menos. Ocurre como en los perfumes, cuya esencia solo se percibe una vez evaporadas las notas aromáticas más llamativas e inmediatas y queda fundido en la piel ese rastro de fondo que es el corazón del perfume.

Esta semana hemos vivido un episodio meramente anecdótico pero de los que dicen mucho más en el fondo de lo que por la mera forma se sugiere. Una ciudadana, a quien no tengo el gusto de conocer pero con cuya libertad de opinión y expresión me solidarizo, actuando en nombre propio y sin ánimo de representación ni de erigirse en portavoz de un sentir generalizado envió una carta para su publicación en la sección que a tal efecto tiene establecida este periódico.

Un pequeño escrito en el que se manifestaba sobre la forma en que el alcalde de la ciudad acudió vestido a un acto público dotado de una cierta solemnidad. Sin más, teniendo en cuenta que se refería no al ciudadano Francisco Guarido sino al alcalde de Zamora, por lo tanto también su alcalde, quien nos representa a ella, a todos los demás zamoranos y a la ciudad en sí.

Al respecto de si un alcalde debe ir vestido con o sin corbata o chaqueta a determinados actos, de si debe diferenciar entre unos tipos de actos y otros y de si debe discernir entre lo que es su vida privada y el ejercicio de su actividad institucional, hay opiniones para todos los gustos y además éstas van cambiando con el tiempo y adaptándose a las circunstancias. Al fin y al cabo la del atuendo es simplemente una convención social y cada uno pone los límites donde le place, por convicción, conveniencia o dogmatismo.

Lo que sin embargo no admite cuestión en un régimen democrático por aquellos cuya categoría no sea la totalitaria, es el derecho -incluso el higiénico deber- que asiste a cada ciudadano de valorar, criticar o cuestionar a quienes los representan institucionalmente. Eso sí va en el sueldo, querido alcalde. Y teniendo en cuenta que la relación alcalde-ciudadano es netamente privilegiada para el primero por medios, potestades y alcance, salvo desde la soberbia de la torre de marfil no se puede entender la respuesta desmedida, virulenta, sin proporción, directa, personalizada, divulgada públicamente (y lógicamente replicada de manera inmediata por algunos de sus acólitos) con la que el alcalde Guarido ha reaccionado a la carta de esa vecina.

Bien está saber que Francisco Guarido no admite cartas que no sean de amor, pero esa opción es precisamente uno de los privilegios que un alcalde no tiene y aunque la oposición no se lo recuerde, tras más de veinte años en política ya debería haberlo aprendido.

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