En ocasiones cunde la sospecha acerca de la salud mental de la clase política de la que gozamos en estos momentos (lo del gozo es un decir, por supuesto). Las declaraciones contradictorias, los cambios de rumbo y las iniciativas que parecen salidas de la ruleta rusa se unen a una sintaxis y una gramática propias de colegiales en su primer año de escuela cuando las escuelas servían para enseñar a leer y a escribir, que tampoco es ya el caso. Salvo en las oportunidades, raras ya, si no desaparecidas para siempre, en que se alcanzan mayorías absolutas en los parlamentos, las estrategias encaminadas a lograr pactos de gobierno sonrojan antes y después de las elecciones. Pero lo más sorprendente de todo es que la clase política no sólo sea incapaz de urdir algún proyecto que ilusione sino que se muestra del todo inútil para destruir bien lo que hay.

Costó Dios y ayuda montar una Europa unida y una España libre de las ataduras franquistas. Nosotros tardamos bastante más que el resto de los europeos en salir del marasmo, una o dos generaciones al menos, pero en el último cuarto del siglo pasado parecía que habíamos aprendido lo bastante de nuestros errores como para no volver a caer en el agujero. Incluso llegaron ejemplos desde fuera, de Canadá, por ejemplo, o de Escocia, si se quiere mirar más cerca, acerca de lo peligroso que es apostar por el caos. Cabe, desde luego, proponer una operación de derribo pero hay que tentarse el cuerpo antes de hacerlo, no vaya a ser que los escombros le caigan encima a uno por falta de entendederas acerca de la ley de la gravedad.

Pero se ve que, desparecidos quienes lograron montar una Europa en común y un Estado capaz de salir de las secuelas de la Guerra Civil española, sus herederos se han olvidado, además de las reglas de la ortografía, del repaso de los libros de historia y las hemerotecas de hace pocos años. Leer cada mañana los titulares de la prensa que hacen referencia a cualquiera de los supuestos líderes de Bruselas, de Londres, de Barcelona y de Madrid llevan a añorar los relatos en clave fantástica del señor de los anillos o del juego de tronos. Hasta los dragones son más creíbles hoy que nuestros presidentes.

En estas va la alcaldesa de Madrid, la ex-jueza Manuela Carmena, y se da cuenta de lo obvio. Presenta de nuevo la candidatura a su cargo que juró que no repetiría y decide que la mejor manera para hacerlo es cargar contra los políticos. Les acusa de tener un lenguaje infantil. Pero eso lo dice quien ganó las elecciones de la mano del partido político con el discurso más infantil de todos, como en una película del lejano oeste llena de buenos y malos en el guión. Amén de disfrutar de un cargo político con sueldo superior al del propio inquilino de la Moncloa. Qué cosas. Porque incluso los niños pequeños, iletrados como les obligan a ser las leyes educativas, distinguen entre los cuentos de hadas y el Boletín Oficial del Estado.